Dejemos que otros buceen la crisis en los contenedores de basura de los supermercados, aquí nos centraremos en los grandes consumidores. Si la manera más segura de robar un banco es comprarse uno, la mejor forma de viajar en yate consiste en que tus amigos se compren uno. De hecho, la navegación de recreo admite dos variedades, y la más asequible consiste en gorronear a los propietarios de embarcaciones. Un trabajo sociológico en condiciones exigiría el sondeo simultáneo de dueños de yate y de parásitos. Sólo hemos encuestado a los segundos, porque los primeros son inaccesibles y enseguida sospechan que deseas pasear gratis total en sus barcos. Los navegantes aprovechados coinciden en que este verano marca el punto de inflexión de sus anfitriones náuticos. Se acabaron las circunnavegaciones de Mallorca o los desplazamientos a la vuelta de la esquina de Formentera. El yate se desencalla -o arranca, o zarpa, o como se diga- hacia la cala más próxima, a menudo poblada por las multitudes que no han encontrado una embarcación que parasitar. Los ricos han decidido ahorrar en combustible, una factura que asciende fácilmente a miles de euros por singladura, sin darse cuenta del daño que causan a quienes se han batido con denuedo y les han adulado sin tasa para conseguir un hueco a estribor. O a bordo, o como se diga. Es decir, que los magnates se han comprado un cacharro de millones de euros para después ahorrar en gasolina. La psicopatología del yate se complica porque este signo externo simboliza hoy el despilfarro que nos ha llevado más allá del colapso, también con un desmesurado dispendio en combustible. Empezando por el protoyate Fortuna, se trata de guiñar la posesión de una embarcación de lujo para hurtarla después a miradas comprometedoras. Hay que avergonzarse de un vehículo cuyo único sentido es el exhibicionismo. Una mala noticia para los gorrones y para las geografías del lujo náutico, donde se corre el riesgo de cancelar el verano si los millonarios persisten en la tacañería.