Qué dirá el futuro acerca una época en la que, a resultas de los recortes presupuestarios, las administraciones contratan menos médicos y menos docentes y, sin embargo, no se reduce el número de cargos políticos con sus correspondientes dietas y sueldos? ¿Qué dirá el futuro sobre una época en la que hay más afán por mantener las prebendas de los políticos, al tiempo que se mete tijera, y a fondo, en los servicios básicos más esenciales? ¿Qué dirá el futuro en torno a una época en la que la red clientelar de los partidos llegó a arruinar entidades financieras que fueron creadas con una inequívoca vocación de auspicio social a los menos favorecidos como es el caso de muchas cajas de ahorro?

Hay quien sostiene que sería peligroso que hubiese menos política. De acuerdo en eso, pero no hay más política por el hecho de que sean legión los que cobran del erario público, exhibiendo en la mayor parte de los casos como mayor mérito el carnet de un partido. Más política es bien distinta cosa, que empezaría por el hecho de que lo prioritario fuese el bienestar ciudadano, algo de lo que cada vez estamos más lejos.

Derechos menguantes, sinecuras sobrantes. Éste es el panorama que tenemos ante nosotros, un panorama que amenaza servicios básicos que, hasta el momento, no están siendo defendidos debidamente. Y, ante ello, sólo cabe esgrimir un discurso que plantee, sin fisuras, la necesidad de cambiar radicalmente el estado de la cuestión. Lo complicado del caso es que, en principio, les corresponde modificar el rumbo a aquellos que disfrutan de una serie de privilegios que tanto vienen contribuyendo a arruinar el país. Y hay muchas dudas razonables de que en verdad estén por la labor más allá de vanas declaraciones inflamadas de demagógica retórica.

Sueldos, por lo común, generosos. Dietas que no siempre parecen muy justificadas ni justificables. Pensemos en el concejal liberado que, además, cobra dietas por acudir a reuniones de entidades financieras públicas, cuando no de chiringuitos. Pensemos en los diputados, nacionales o autonómicos, que, además de un generoso sueldo, perciben pluses por varios conceptos.

Y, ante todo y sobre todo, pensemos que el común de los mortales percibe un sueldo por su trabajo, y que los desplazamientos y reuniones relacionados con su puesto rara vez son objeto de ingresos extra.

Porque resulta inadmisible enarbolar un discurso que se fundamente en el hecho de que dedicarse a la política profesionalmente debe otorgar derechos que son inalcanzables para el resto de la ciudadanía. Y, sin embargo, es lo que viene sucediendo en este país desde hace mucho tiempo. Lo que ocurre es que, en una situación como ésta, de empobrecimiento de la población, algo así no sólo es injusto, sino que se torna también indignante.

Se viene hablando desde hace mucho tiempo de la urgente necesidad de grandes pactos. Y el primero de ellos debería tener como objetivo la regeneración de la vida pública, que empezaría por poner coto a los privilegios de quienes dicen representarnos.

Ciertamente, no se ve voluntad para ello. Ni siquiera se garantiza a la ciudadanía que, a cambio de los presentes sacrificios, la situación del país mejorará. Así las cosas, lo que hay es un atrincheramiento de quienes no renuncian a sus prerrogativas, aunque lancen algún que otro órdago, frente a una sociedad a la que se empobrece y a la que se recortan servicios.

Éste y no otro es el insostenible mensaje que se nos transmite, aun a sabiendas de que es inaceptable. E indecente.