Lo siento amiguitos, las conquistas sociales solo eran concesiones temporales". Así rezaba una reciente viñeta de El Roto. Y ese agudo analista satírico de la crisis expresaba así algo que está ocurriendo ante nuestros ojos: el continuo desmantelamiento del estado del bienestar con el pretexto de las imposiciones de Berlín y de Fráncfort, es decir, de un Gobierno al que nosotros no hemos elegido y de un organismo, el Banco Central Europeo, dirigido por un burócrata que parece mandar hoy mucho más que los políticos electos.

Llevamos ya meses, no solo bajo el actual gobierno del Partido Popular sino también desde la última etapa de su antecesor socialista, soportando recortes de todo tipo, recortes que solo están generando más desempleo, pobreza, frustraciones y, como natural secuela, enfermedades físicas y psíquicas. Y ello mientras por otro lado se nos anuncia que el sistema de salud tal y como lo conocíamos es insostenible por más tiempo y se exigirá por lo tanto al paciente pagar de su bolsillo ciertas prestaciones que hasta ahora eran gratuitas, o por mejor decir, sufragábamos entre todos a través de la Seguridad Social.

Se insinúa que tal vez en este momento no, porque hay elecciones a la vista, pero más adelante podrían volver a tocarse las pensiones, y los medios de comunicación, con solo mentar una y otra vez esa posibilidad, van preparando el terreno para que al final terminemos aceptándolo todo como inevitable.

Se nos presenta como modelo a imitar la Alemania de Angela Merkel, el país que más se ha beneficiado del euro. Y, sin embargo, si nos fijamos en ciertos indicadores y estadísticas, la realidad resulta bastante menos halagüeña. Así, con la reforma conocida como Hartz IV -y de la que tanto se nos habla- se han multiplicado los miniempleos, que pueden ser en muchos casos de cinco u ocho horas semanales. Es lo que llaman eufemísticamente "flexibilidad laboral".

Si nos atenemos a datos de la propia OCDE, en diez años -desde 2000 hasta 2010- Francia creó dos millones de puestos de trabajo a tiempo completo mientras que Alemania creaba otros tantos, pero estos, de corta duración. Por si fuera poco, la media de estos últimos era de 18 horas semanales frente a las 23 horas de los franceses. Y, si seguimos escarbando en las estadísticas, nos encontramos con que un 80 por ciento de los trabajadores alemanes han perdido poder adquisitivo en ese mismo decenio.

Además, si la industria exportadora alemana ha conseguido éxitos indudables y si sus bancos obtuvieron pingües beneficios, ello ha sido en buena parte gracias al endeudamiento privado de países que hoy están sumidos en la crisis y cuyos excesos esos mismos alemanes critican ahora sin que sus políticos o sus medios de comunicación se molesten en explicarles, al margen de toda demagogia, la relación entre ambas cosas.

Si de algo ha podido enorgullecerse Europa en el largo período de posguerra es de la prosperidad social conseguida gracias a un modelo, precisamente el renano, hoy gravemente amenazado por una ofensiva neoliberal de inspiración anglosajona que se escuda tras las imposiciones de la globalización. Un modelo a cuyo resquebrajamiento contribuyeron también muchos socialdemócratas, los imitadores continentales de la Tercera Vía de Tony Blair. La flexibilización laboral y la deslocalización de empresas, contra las que no lucharon con la suficiente fuerza ni los partidos de izquierda ni los sindicatos, solo han servido para aumentar las filas de parados entre nosotros.

A fuerza de centrarse, los partidos mayoritarios han terminado por resultar casi intercambiables en sus recetas para hacer frente a la globalización. Y ello, unido a la ayuda al despilfarro y a la corrupción, hace que los ciudadanos desconfíen cada vez más de los políticos: "Son todos igual de ladrones", es la frase que más se escucha en la calle, y esto es lo que, al menos en otras partes, está alentando ya peligrosos populismos. Mientras tanto, entre nosotros, los partidos nacionalistas distraen al personal con sus reivindicaciones identitarias. Y todo ello mientras las ganancias del capital van a los mercados financieros en lugar de reinvertirse en salarios y en la creación de empleo, todo lo cual permitiría aumentar los ingresos del Estado vía impuestos.

¿Por qué no fijarse, como ha propuesto el economista francés Pierre Larrouturou, en lo que han hecho algunos países como Holanda, donde la reserva de los fondos de pensiones se han invertido en parte en crear viviendas sociales y el 50 por ciento del parque de viviendas son propiedad de cooperativas sindicales, lo cual facilita un régimen de alquiler en beneficio de los trabajadores?

¿No podría el Banco Europeo de Inversiones financiar proyectos europeos para el ahorro energético como un mejor aislamiento de hogares, oficinas y fábricas, con lo que se crearían puestos de trabajo, además de reducirse el precio de la energía? ¿Y no debería interesar eso también al Banco Central Europeo, cuyo objetivo proclamado es la estabilidad de los precios puesto que el costo elevado de la energía es uno de los factores que alimentan la inflación?

¿No podría, por otro lado, llegarse mediante negociaciones con empresarios y sindicatos a un reparto más equitativo del tiempo de trabajo para evitar que unos trabajen hoy más de lo que sería necesario para mantener un nivel de vida decente mientras otros se quedan sin posibilidad de acceso al mercado laboral o, en el mejor de los casos, se ven obligados a desarrollar una actividad que nada tiene que ver con aquello para lo que se formaron?

No: resulta más fácil, a la hora de competir con China, deslocalizar fábricas, rebajar salarios y recortar, una tras otra, las conquistas sociales. Y todo ello ante la resignada pasividad de unos ciudadanos sometidos a lo que la ensayista canadiense Naomi Klein llamó en su libro más famoso "la doctrina del shock": ¡Permanezcan asustados mientras nosotros hacemos y deshacemos!