Al final del verano la piscina pública está casi desierta. El color del agua, muy azul, ¿viene del fondo del vaso, del cielo que se refleja en ella o de una voluntad de ser como pide el libreto? Hay una quietud casi metafísica hasta que ellas llegan. Son una breve bandada de pequeñas golondrinas (aviones comunes, creo) que trenzan una y otra vez bucles sobre la lámina, bajando hasta tocarla, o tomar de ella alguna ofrenda que no identifico. Los demás humanos presentes, sumidos en un domingo del fin de la estación, no parecen haber reparado en las aves, que pían con un timbre muy sutil. Intento descifrar las leyes de esos bucles, para imaginar su traza antes de que vuelvan, y entrar así en el juego, pero se trata, claro, de una improvisación. Luego, al rato, se van, y la piscina vuelve a hundirse en la quietud, tanta que temo llegue a cristalizar y dejarme como a un insecto en ámbar.