He vuelto a mi vida", dice el personaje de una película que cogí a medias, en la tele. "He vuelto a mi vida", repite mientras abre la puerta de un apartamento en el que entra y por el que se pasea como el propietario de una finca recorrería sus límites para reconocerse en ellos. Vi la película con varias interrupciones telefónicas y dos o tres desconexiones mentales provocadas por problemas que tenía que resolver dentro de mi cabeza. Pero me atrajo la idea de un hombre que vuelve a su vida, tras haberse separado de ella, como el que regresa a su ciudad después de un viaje de placer o de negocios. Volver a la vida propia implica la creencia de que la vida es un lugar del que uno puede alejarse, incluso marcharse para siempre de él. "Se fue de su vida y nunca más regresó a ella". De este modo podría comenzar un relato, quizá un poema. Lo que dice la experiencia, sin embargo, es que todo el mundo vuelve a su vida, aunque aparentemente la haya abandonado. Edipo vuelve a su vida, que es tanto como decir a su destino, justo cuando se está alejando de él. Se trata de un caso clásico y de ficción, pero la vida real está lleno de ellos. La de aquel tipo, por ejemplo, en EEUU, que tras matar a su mujer y a sus hijos, cambió de identidad, de aspecto y de estado. Cuando fue detenido 20 años después por utilizar su viejo número de la seguridad social, resulta que se había casado con una mujer idéntica a la que había asesinado y que tenía dos hijos muy parecidos a los de su primer matrimonio. En la literatura hay muchos testimonios de este "volver" involuntario a la vida de uno, en el supuesto de que uno haya logrado irse.

Supongamos, en todo caso, que sí, que hay gente que lo logra y que se toma unas vacaciones de sí mismo antes de volver a casa. Esas vacaciones de uno mismo pueden consistir en cambiar de actividad, de matrimonio, de piso y hasta de carácter. Pero cuando uno vuelve a su actividad, a su matrimonio, a su piso y a su carácter, ¿dónde contabiliza la ausencia? ¿Acaso la ausencia no formó parte de la vida? No podemos volver a nuestra vida, ni tampoco marcharnos de ella porque la vida, como el infierno, no es un lugar, sino un estado. Un estado de cosas, diríamos.