Tras la presentación de su proyecto de ley de educación, se atribuye al ministro un plan inconfesado y diabólico para el exterminio de la lengua catalana.

Como era de esperar, los nacionalistas, habiéndolo tomado por declaración de guerra, han afilado contra él los viejos cuchillos y hasta el noi Tardá, con su camisa negra, vestido para el luto que sueña, acaso como los fascistas italianos, ha engordado en la refriega. A despecho de la exigente austeridad castrense que sufren siempre los generales, ha engordado tanto que amenaza con salirse de talla.

Sin embargo, porque jamás podría lograrlo, no resulta fácil suponer que José Ignacio Wert -o cualquier otro ministro de España- pretenda a estas alturas acabar de un plumazo con el catalán antes que garantizar, en equiparable dedicación y rigor, la enseñanza del español, y aún el derecho a elegirlo como lengua vehicular, transmisora de conocimientos.

Es insoslayable obligación del Gobierno, que así lo jura o promete, cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes sin que por eso hubiera de parecer dudoso su respeto a los principios democráticos.

Antes bien, lo censurable es sin duda que el ministro haya renunciado a exigir deberes y obligaciones que a todos alcanzan y por ende el efectivo acatamiento de sentencias dictadas por altísimas magistraturas, que el nacionalismo catalán, tan malcriado, se acostumbró a despachar con un corte de mangas para general oprobio.

El caso es que, tal vez por no molestar a los torra collons, en lugar de imponerlo, ha preferido él tirar por la calle de en medio y salvaguardar el ejercicio de aquel derecho desviando su atención a centros privados concertados con el Estado mediante subvenciones que habrán de costear los ciudadanos todos. Catalanes o no.

Así, en la trinchera estamos de nuevo por ellas, aunque no sean las lenguas -todas y cualquiera- invento para la guerra.

Aquí estamos porque a menudo acontece que políticos mediocres, por blindar la acomodada situación con que a nuestras expensas se gratifican, buscan falsos agravios y levantan conflictos inventados, que perduran eternamente si no son chispa que prende y desata un fuego fatal cuyas llamas no pueden ellos al cabo sofocar.

Se trata de chanfallas indecentes, más preocupados por nuestro ser que por nuestro estar, una obsesiva neurosis que se ha hecho carne en quienes dirigen la política catalana.

Allí, el nacionalismo etnicista, de vocación totalitaria y regalado en un limbo que todos consintieron por aplacar su insaciable voracidad, tampoco reconoce la suya como una sociedad diversa. Gobierna en nombre de un "pueblo" que es romántica fantasmagoría y cifra en la lengua su esencia y su voz. Y pese a que hacia fuera reclama, victimista, su derecho a ser diferente, de puertas adentro, con rigor inquisitorial impone una uniformidad que conculca todos los derechos al pretender anular las diferencias todas. En su traje de hormigón, que es indignidad y atropello, los otros, los diferentes, los tibios, los desafectos, los réprobos, los apóstatas, los perseguidos todos, no sabrían establecer niveles de intensidad en la persecución. Y aunque dentro de él se señalaran direcciones burguesas o marxistaleninistas, el nacionalismo es un magma que, como una médula que discurriera envuelta en tegumentos de distinto calibre, a todas las hermana en la común disposición a matar -más que a morir- por el "pueblo", por su ser y su esencia.

Así se explican las sempiternas connivencias entre PNV y Eta o los recientes pactos entre CiU y ERC para alcanzar la independencia de Cataluña, por mucho que tal iniciativa hubiera resultado estruendosamente derrotada en plebiscito reciente.

Y solamente en la voluntad de extender una alianza sólida que preservara el predominio del ser sobre el estar, del pueblo sobre la sociedad, de la lengua sobre el hablante, podemos entender que nuestro redivivo Beiras, con CiU y PNV, hubiera firmado aquellas Declaraciones de Barcelona, menos dispuestas hacia los parias que hacia las patrias, tal vez porque el consumado pianista soñaba entonces con presidir la que para nosotros había imaginado.

De cualquier modo y yendo a lo que de verdad importa, la carga de la prueba contra la cofradía nacionalista nos la proporcionó l'honorable Maragall cuando en sede parlamentaria denunció la inveterada costumbre de los gobiernos de CiU, muy atentos a la feina de recaudar el tres per cent de las comisiones derivadas de la adjudicación de obra pública.

Desde la oposición, Artur Mas, invocando el ser antes que el estar, replicó que tal acusación comprometía gravemente la aspiración nacional de Cataluña. Persuadió al socialiste el argumento del comisionista y, en su turno, ERC, quizás esperando el momento actual, declaró que las instituciones catalanas debían quedar a salvo de cualquier sospecha que pudiera mancillarlas, como si la honorabilidad más que el evilecimiento no hubiera de ser el primer desvelo de quienes las representaran.

Seamos, en fin, lo que deseemos ser, lo que siempre hayamos soñado. La realidad -el invierno, la intemperie- se encargará de decirnos donde estamos, de deshacer embaucamientos, de recordarnos con incesante impiedad que si tots volguéssim ser rics y afortunats, en aquest temps tan dissortat només estem fotuts. Molt fotuts.