Leo en un periódico la noticia de la muerte serena, mientras dormía, en la localidad belga de Kortrijk, de la última beguina del mundo: la hermana Marcella Pattijn. Tenía 92 años y era la última representante de un movimiento religioso que tiene sus orígenes en la Edad Media.

Las primeras noticias sobre los beguinajes, comunidades de beguinas o beaterios, se remontan a finales del siglo XII y comienzos del siguiente en Bélgica, los Países Bajos, el sur de Alemania y la región renana. Se trataba de miniciudades a las que los varones no tenían acceso y en las que vivían mujeres de la aristocracia que nunca se habían casado o que habían enviudado. Era tiempos de guerras continuas y muchos hombres perdían la vida en los campos de batalla.

En aquellos oasis de tranquilidad y espiritualidad, las mujeres se dedicaban a la oración, el estudio y a la beneficencia, cuidaban de los enfermos o repartían alimentos entre los necesitados. No pronunciaban votos pues no pertenecían a órdenes religiosas.

Debían ocuparse de su propia subsistencia, vivían en casitas individuales y las más ricas entre ellas podían tener a alguna otra beguina de origen más humilde a su servicio. Vivían con austeridad y eran por ello mal vistas por un clero con frecuencia libertino que no respetaba los valores evangélicos.

Aquellas mujeres se negaban a obedecer a las autoridades eclesiásticas, y fueron perseguidas hasta el punto de que muchos de aquellos beguinajes llegaron a ser considerados focos de herejía y brujería. El papa Clemente V amenazó con excomunión a quienes las protegieran. Y algunas de ellas terminaron incluso en la hoguera. Entre ellas, Aleydis de Cambrai, en 1236, y casi un siglo más tarde, 1310, Marguerite Porète, de Valencienne, autora de la obra Espejo de las almas simples, acusada de escribir "versos subversivos".

Hoy en día es posible visitar algunos de esos beguinajes, entre ellos el llamado Grand Beguinage, de Lovaina, Patrimonio de la Humanidad como otros doce repartidos entre Bélgica y Holanda, un maravilloso remanso de paz con casitas de ladrillos rojos, como las que vemos en los cuadros de los grandes pintores holandeses como Vermeer o Pieter de Hooch, calles empedradas, todo ello rodeado de huertas y canales.

Quiso el azar que el día mismo en que se publicó la noticia del fallecimiento de la última beguina, quien esto escribe encontrase en una librería una edición en francés de una selección de textos escogidos de una de las mujeres más célebres de ese movimiento: Hadewijch de Amberes, una gran escritora mística de la categoría de nuestra Teresa de Ávila o de la abadesa alemana Hildegarda de Bingen. De los textos que se conservan de ella, escritos en holandés medieval, se deduce que Hadewijch tenía una sólida cultura: conocía muy bien las Escrituras y a través de los escritos de Bernard de Claraval y del monje cisterciense Guillermo de Saint-Thierry, sufrió la influencia de san Agustín e indirectamente del neoplatonismo. Aunque, como señala el estudioso de su obra Charles Juliet, la influencia más fuerte fue la de los trovadores.

En los versos y cartas incluidos en la antología a que me refiero, titulada Une femme ardente (Una Mujer Ardiente), Editions Points, Hadewijch recalca una y otra vez la importancia del autoconocimiento para "alcanzar la perfección".

Para Hadewich, lo esencial es "despojarse" de todo para entregarse de cuerpo y alma "a los trabajos del Amor". Éste no se nos es dado, sino que sólo puede nacer de esa lucha interior que nos permitirá liberarnos del egocentrismo que nos aprisiona. Ningún camino conocido conducirá al éxtasis, sino que para alcanzarlo, ningún deseo, ninguna esperanza, ningún temor deberán perturbar la transparencia del ser.

Una gran lectura espiritual para nuestros tiempos convulsos.