La Lei de Normalización Lingüística de Galicia cumple treinta primaveras. Vio la luz a mediados de junio de 1983, cuando la autonomía estaba aún en pañales. Fue fruto del consenso de todas las fuerzas políticas representadas en el primer Parlamento gallego, con una mayoría de centro derecha, integrada por Alianza Popular y una parte de los restos de la UCD, y una oposición de izquierda, muy fragmentada, en la que se alineaban los socialistas del PSdeG, los nacionalistas del Benepegá-PSG -con Beiras como cabeza visible-, la Esquerda Galega de Camilo Nogueira y el Partido Comunista liderado por Geluco Guerreiro.

AP logró investir presidente a Xerardo Fernández Albor, un personaje de ideología liberal-conservadora, vinculado al colectivo de pensamiento galeguista Realidade Galega. Su mano derecha era Xosé Luís Barreiro Rivas, todopoderoso vicepresidente, que era quien en realidad manejaba la maquinaria del gobierno en el día a día y que fue el verdadero arquitecto de la administración autonómica, hoy simbolizada por el edificio de San Caetano. Para asombro de sus propios compañeros de aventura, Albor y Barreiro galleguizaron aquella Alianza Popular creada por Manuel Fraga con algunos personajes provenientes del franquismo. Desde que asumieron el poder, su obsesión fue que Galicia tuviese un autogobierno de primera, que no se quedase competencialmente por debajo de Cataluña o Euskadi. Y algún caso se atrevieron a ir por delante. Por ejemplo, en la normalización lingüística.

Fue Camilo Nogueira quien promovió en el Parlamento la iniciativa que daría lugar a la Lei 3/1983. En hito histórico, se alcanzó un acuerdo suscrito por todos los grupos (menos el BNPG-PSG, expulsado de la cámara por no acatar la Constitución) para impulsar un proceso que pusiera la lengua gallega en pie de igualdad con el castellano en todos los ámbitos. El texto de la ley imponía a los gallegos el "deber" de conocer el idioma propio. Tal obligación legal levantó las suspicacias del Gobierno de España, encabezado por el socialista de Felipe González. Resolviendo el correspondiente recurso, el Tribunal Constitucional eliminó esa imposición, que los catalanes en aquel momento ya ni se atrevieron a plantear.

Resultó paradójico, y para algunos incluso doloroso, que el promotor del controvertido recurso de inconstitucionalidad fuera el delegado del Gobierno en Galicia, el desaparecido Domingo García Sabel, que en aquel momento era a la sazón presidente de la Real Academia Galega y una figura emblemática del "resistencialismo culturalista" que mantuvo viva la llama del galleguismo en el último tramo de la "longa noite de pedra" que fue, en expresión de Celso Emilio Ferreiro, la dictadura del general Franco.

Es de justicia recordar que la primera piedra en el proceso hacia la normalización del gallego la puso un ministro de Educación del Gobierno de Suárez, vigués de nacimiento y antiguo colaborador de Fraga, José Manuel Otero Novas. En julio de 1979 promulgó un real decreto que incorporaba la lengua gallega como una asignatura obligatoria en la enseñanza básica, en el Bachillerato (con matices) y en la FP. También abría tímidamente la puerta a la posibilidad de enseñar en gallego otras materias.

La Lei de Normalización Lingüística en teoría aún sigue en vigor. Sin embargo, el consenso que la alumbró se quebró irreversiblemente hace años, cuando el gobierno bipartito PSOE-Bloque decidió, allá por 2007, que la normativa que de ella había emanado no podía quedarse en una declaración de buenas intenciones; debía cumplirse en la práctica, al menos en las aulas, que se debía avanzar hacia la inmersión lingüística. Aquel empeño puso en pie de guerra y sacó a la luz a sectores contrarios a la normalización, hasta entonces casi marginales. Galicia Bilingüe, su mascarón de proa, se encontró con el inesperado el apoyo de un Partido Popular encabezado por Núñez Feijóo, que utilizó la cuestión idiomática como una rentable baza electoral, devolviendo la lengua al terreno de la batalla ideológica y partidista. Ahora mismo, los intentos por recuperar un mínimo consenso lingüístico, por sinceros que pudieran resultar, se ven abocados al fracaso. No está el horno para bollos. Vivimos tiempos demasiado revueltos.