Estaba en Ortigueira, la villa de la familia de mi mujer, de mis bisabuelos maternos y ahora de mi hijo Guillermo ("las mejores vacaciones de mi vida" dijo este verano: es casi tan exagerado como su padre) comprando en un supermercado. En la caja, dos señoras delante de mí, un señor culto y formado le pregunta a la cajera "¿Esto es un Eroski?". Antes era Spar." "Sí, es Eroski", le contesta la amable cajera. "Pues entonces no me llevo nada. Lo siento, pero en un supermercado vasco no me gasto ni un euro." Y con las mismas, abandonó su compra, que era importante, y se fue orgulloso de su actuación. La cajera, estupefacta; las dos señoras que me precedían no se percataron del asunto porque estaban muy enfrascadas hablando de los encantos de la próxima excursión que iban a hacer las "mulleres rurais" (mujeres rurales) de la zona, aunque ellas de rurales, dado su absoluto emperifollamiento, tenían lo que yo de obispo. He evitado discutir acerca de la actitud activa de boicot contra los productos catalanes que una buena amiga manifiesta; y también con un querido cuñado que está en las mismas, con la peculiaridad de que casi cada semana paga 12,68 euros dos veces, por pasar por los túneles del Guadarrama, a una empresa catalana. Le recomendé que boicoteara los túneles dado que son catalanes, y fuera por el Alto de los Leones: aparte de que allí murió en combate Onésimo Redondo, en invierno debe de ser una maravilla ponerle las cadenas al coche. Seguro que en la quiebra de Fagor hay más que el boicot que en algunos lugares se ha producido contra los productos vascos. Seguro. Pero cada vez que se deja de comprar un cava por ser catalán o una lavadora por haber sido fabricada en Mondragón, no se está perjudicando a los independentistas, se están poniendo en peligro los puestos de trabajo de muchas personas probablemente catalanas y vascas de adopción, y gallegas, andaluzas o murcianas de origen. Es absurdo pero, sobre todo, muy grave por insolidario. Malditos salvapatrias, todos.