Hubo unos años en los que España estuvo de moda. Se la vio de repente fuera como un país que ya no respondía más al viejo estereotipo del machismo, un país moderno en las costumbres, vanguardista en la moda y en las artes y además con excelentes servicios públicos.

Recuerdo cómo en el Reino Unido, por ejemplo, personas amigas que trabajaban en el sector sanitario elogiaban las instalaciones y prestaciones de nuestro Sistema Nacional de Salud, y cómo otras destacaban lo bien que funcionaban nuestros trenes frente a los constantes problemas de sus ferrocarriles privatizados.

Eran años en los que la palabra "movida" -en lugar de otras tan reciamente españolas como "pronunciamiento"- estaba en la boca de todos, en los que el cine y las chicas de Almodóvar llenaban las páginas culturales y de sociedad de la prensa de todo el mundo.

Y en el terreno de la política, más de uno expresaba su asombro por el hecho de que, muerto Franco, los españoles no hubiésemos vuelto a donde solíamos y hubiésemos emprendido una pacífica senda de convivencia.

Teníamos de pronto a jóvenes políticos como el socialista Felipe González que caían bien fuera, que ya no decían, como Unamuno, "que inventen ellos", que creían que era mucho lo que una España moderna y dinámica podía recibir de y al mismo tiempo aportar al resto del continente.

Era una sensación en cualquier caso muy distinta de la que recuerdo que yo mismo tuve cuando, con sólo dieciséis años y en pleno franquismo, salí por primera vez de España para hacer un curso de lengua y literatura en una universidad italiana.

En aquellos años, uno sentía un enorme complejo de inferioridad al salir a la Europa de las democracias hasta el punto de avergonzarse casi de aquel pasaporte "válido para todos los países del mundo" menos para todo el bloque comunista de entonces.

Pues bien, a la vista de lo que sucede de un tiempo a esta parte parece como si todo lo vivido después de la muerte del dictador no hubiese sido más que un trampantojo, como si hubiese alguien empeñado en rebobinar la cinta.

Vente a Alemania, Pepe ha dejado de ser una película cómica de unos tiempos de pobreza y emigración como válvula de escape para convertirse en una nueva realidad para unas generaciones, sin embargo, mucho mejor preparadas que las de sus mayores, pero obligadas nuevamente a buscar trabajo fuera.

Ahora no son ya campesinos o trabajadores sin apenas estudios de las zonas más deprimidas del país quienes emigran, sino jóvenes que han estudiado medicina, física, ingeniería, arquitectura, periodismoo cualquier otra carrera gracias a los esfuerzos de sus padres y al dinero de todos y cuyas capacidades y talento aprovecharán en el mejor de los casos otros que, sin embargo, nada invirtieron en ellos.

"Movilidad exterior" llaman cínicamente nuestros ultraliberales a ese fenómeno que hará que España tarde de nuevo varias décadas en recuperar, si es que lo recupera alguna vez, el terreno perdido con esa fuga constante de cerebros.

Esa insistencia en que los niños aprendan inglés como segunda o tercera lengua, ¿no será un intento de facilitar el que en el futuro puedan emigrar o, por el contrario, trabajar de camareros si se quedan en casa?

Y por si nos faltaba algo para completar el panorama, tenemos ahora el proyecto de una nueva ley del aborto, que nos devuelve al país del Tiempo de Silencio, de Luis Martín Santos y nos sitúa al mismo nivel que Polonia, Irlanda o Malta. ¡Eso sí que es marca España, pero de la más rancia!