Se aproximan las elecciones al Parlamento europeo y nadie parece emocionarse lo más mínimo con la posibilidad de un cambio. Europa, al menos la Europa política, sigue pareciéndoles a los ciudadanos un ente lejano, desde donde se les imponen cosas que no les gustan, tales como recortes y privatizaciones

Los únicos que por desgracia parecen agitar estos días las aguas de la política son los partidos ultranacionalistas y xenófobos, especialistas en pescar siempre en aguas revueltas, a quienes se auguran fuertes subidas. Repunte de los extremismos, por un lado, y fuerte abstención por otro, es lo que indican algunas encuestas. Esperemos que se equivoquen.

Resulta en cualquier modo preocupante la apatía de muchos ciudadanos, aunque sea comprensible porque no parecen creer que su voto pueda cambiar gran cosa. Y ello pese a que por primera vez, por ejemplo, lo que digan las urnas puede ser determinante a la hora de que los jefes de Gobierno de los veintiocho decidan quién será el próximo presidente de la Comisión Europea.

Es una concesión arrancada casi con fórceps a algunos de ellos, en especial a la renuente canciller alemana, y ahora sólo falta que cumplan ese compromiso, pues desoír la voz de los ciudadanos y no nombrar al jefe de fila del grupo que consiga la mayoría en la Cámara sería asestar un golpe fatal a las aspiraciones democráticas de muchos.

Los dos candidatos con más posibilidades, el ex primer ministro luxemburgués Jean-Claude Juncker, por el Partido Popular Europeo, y el presidente del Parlamento, el socialdemócrata alemán Martin Schulz, van a protagonizar varios debates públicos.

Ya tuvieron uno en las páginas del semanario Der Spiegel, en el que se mencionó la advertencia de los socialistas franceses contra el posible nombramiento como presidente de la Comisión de alguien como Juncker, que fue 19 años jefe de Gobierno del paraíso fiscal de Luxemburgo.

En el debate, aunque muy civilizado, se cruzaron algunas acusaciones, y así Juncker afirmó que él mismo nunca había mostrado mayor energía en su defensa de la plaza financiera luxemburguesa que la exhibida por Merkel en favor de la industria automovilística germana.

Pero al margen de los debates públicos que pueda haber entre los jefes de fila de los diferentes grupos, es indudable que las elecciones se decidirán una vez más en todos los países en clave interna, por mucho que se esfuercen los políticos en llevarlas a la arena europea.

Por mucho en efecto que hayan aumentado los intereses y desafíos comunes, los movimientos migratorios y los contactos de todo tipo entre los ciudadanos, no existe aún lo que podríamos llamar un demos europeo.

Falta un auténtico espacio público de comunicación y deliberación de temas europeos que pueda convertir a los ciudadanos en actores permanentes de la vida pública de los veintiocho.

Y es una lástima porque es mucho lo que se está ventilando en la UE, donde las decisiones sobre el gobierno económico y financiero de los países que la integran se toman a nivel intergubernamental y se les imponen a los ciudadanos, tal y como hemos visto muchas veces, como "inevitables".

Los ciudadanos de los distintos Estados no quieren perder el control de sus destinos, y los mecanismos de subsidiariedad implican inevitablemente una pérdida de soberanía, de la que aquéllos se resienten.

Una fórmula para inyectar más democracia a la Unión es la propuesta del filósofo alemán y gran europeísta Jürgen Habermas de "soberanía compartida", no como ahora entre Estados representados por sus gobiernos, sino entre pueblos y ciudadanos.

Según ese concepto, los ciudadanos se desdoblarían en ciudadanos de sus respectivos Estados, por un lado, y de la Unión Europea, por otro. Y votarían directamente tanto listas nacionales como europeas. Con lo que serían doblemente constituyentes.

De ese modo se crearía una unión como entidad política supranacional, con voluntad y capacidad de acción, sin que se privase a los Estados individuales de sus competencias en materia de protección de libertades, justicia u orden público aunque prevaleciesen siempre el derecho y la legislación de la UE.

La dimensión europea dejaría de sentirse como algo impuesto desde fuera y antidemocrático, como ocurre tantas veces ahora porque en una u otra condición, como ciudadanos de un Estado o de la Unión Europea, participarían, al menos idealmente, en las decisiones. Y lo que hubiesen por un lado, lo habrían ganado por otro.

Claro que como explican otros politólogos, como el francés Yves Charles Zarka, esa nueva unidad jurídico-política supondría la convergencia y no la rivalidad entre Estados, lo que exigiría una homogeneidad en su desarrollo a nivel sobre todo económico y social. Algo que está todavía hoy lejos de conseguirse.