La pobreza infantil, de la que se habla estos días, presupone la pobreza adulta. No hay niños ricos, sino familias ricas. No hay niños pobres, sino familias pobres. Los niños no "son" del todo todavía. Funcionan como una continuación de los padres. Hace poco, en un programa de radio, los tertulianos se quejaban de que las familias acudieran a los restaurantes con niños. Está de moda (o es "tendencia" al menos) calificar a los niños de molestos. No los queremos en los restaurantes, ni en los aviones, ni en los trenes, no los queremos en los museos ni en las terrazas de los bares, ni siquiera en casa. Son un coñazo. Por fortuna, los tertulianos no entraron en el asunto del amamantamiento, que produce también mucho rechazo. Hay lugares en los que se prohíbe expresamente dar el pecho al bebé. A mí, en cambio, me gusta ver a una mujer en ese trance siempre primaveral, aunque se produzca en invierno.

Me dieron ganas de telefonear al programa de radio para decir que los niños son los hijos de todos. Ese pequeño que corre entre las mesas es hijo de sus padres, desde luego, pero también mío. Ese niño es mi futuro, el futuro de usted, el de todos nosotros. Da mucha pena pasear por ciudades en las que apenas se ven criaturas. Y las hay, cada vez más, no sabemos si porque las esconden o porque no existen simplemente. En esto de quitarnos de encima lo molesto, llevamos una carrera espectacular. Hemos eliminado la muerte de nuestras existencias (nadie fallece ya en su cama, como debería ser) y estamos a punto de eliminar también la vida que representan los bebés que lloran en los restaurantes y en los trenes y en los aviones.

La pobreza infantil, reflejo de la pobreza adulta, nos preocuparía enormemente si nos preocuparan los niños. Parece que hemos logrado el raro privilegio de alcanzar, en este asunto, el segundo puesto, después de Rumanía. Ahora bien, dada la voluntad que estamos poniendo en progresar, no me extrañaría que conquistáramos más pronto que tarde el primer puesto. Esos niños pobres, como los que nos dan la lata en la terraza en la que tomamos el gin tonic, también son hijos nuestros. Hijos, por lo tanto, de nuestro Gobierno que, en vez de negar los datos, debería apresurarse a adoptar el problema como propio.