Uno de los momentos más impactantes de mi vida profesional hasta el momento tuvo lugar en Ginebra, en la sede de la OIT. Allá, Kailash Satyarthi y Jordi Vila discutían, yo diría que incluso acaloradamente, sobre sus diferentes visiones sobre el trabajo infantil. Los dos, vaya por adelantado, eran destacadísimos militantes en contra de tal lacra, que cercena la vida de las personas desde sus primeros años. Para el segundo, habría que erradicarlo sin más, ya que es absolutamente incompatible con la educación básica y las vivencias que un niño necesita. Para el primero, inmerso en una realidad distinta, el argumento era más posibilista. Entendía que si los niños no trabajaban, la depauperada economía familiar en India, Pakistán y otros países, se derrumbaría. Aceptaba, pues, una pequeña participación de los niños en conseguir los ingresos familiares necesarios, pero siempre con ciertas salvaguardas y haciéndolo compatible con la educación que los mismos necesitaban, única forma de romper el círculo de la pobreza en que estaban sumidos.

Como digo, ese momento fue impactante. Allá estábamos, después de recorrer diferentes ciudades, en una Marcha que llamó la atención del mundo entero y que marcó un antes y un después en esa temática. Corría el año 1998, y personas de diferentes movimientos sociales, sindicales y organizaciones de la sociedad civil llevábamos a la OIT nuestro testimonio y la convicción de que ningún niño en el mundo debía ser objeto de explotación laboral. Tiempos de esperanza.

Hace escasos días, a Kailash, presidente de la ONG Marcha Global, creada a partir de aquella movilización general, le han dado el Premio Nobel de la Paz, compartido con la paquistaní Malala Yousafzai. Algo ciertamente merecido, ya que tal movimiento marcó un punto de inflexión en el binomio niños y trabajo. No solucionó todos los problemas, que hoy subsisten, pero fueron muchas las empresas multinacionales que replantearon a partir de ahí su política de proveedores, realizaron acciones positivas por erradicar el trabajo infantil o, en otros casos, quedaron directamente en entredicho por realidades laborales de los niños verdaderamente inaceptables.

Recuerdo con cariño aquellos días, y a sus protagonistas. A los chavales que nos visitaron para contarnos su testimonio escalofriante. A los compañeros de Intermón -hoy Oxfam Intermón- que coordinaron la marcha en España. A Ramón Ferreño, educador que puso toda su ilusión y empeño en que la misma se materializase en Galicia. A Xosé Cuns, que hoy me ha recordado aquellos días vistiendo aquella camiseta, en mi caso desproporcionadamente grande, que llevamos con ilusión y esperanza. Y a tantos amigos y amigas, voluntarios de diferentes organizaciones que, de una forma u otra, hicieron posible todo aquello. Las causas son personas, y siempre un número relativamente pequeño de ellas, con convicción y fundamento, han sido capaces de cambiar el mundo. Aplico esto también a aquellas otras cruzadas que habíamos emprendido o emprenderíamos contra las minas antipersona, también merecedora de un Nobel, o el tráfico ilegal de armas ligeras.

Se puede cambiar el mundo si se trabaja con decisión e ímpetu, se defiende algo justo y se rodea uno de buenos compañeros de viaje. Y, permítanme que lo añada fruto de experiencias posteriores, si se tiene buen cuidado en que la causa -netamente social- no sea fagocitada por alguno de los partidos políticos en liza. Ahí -y repito que no pretendo sentar cátedra con esto, pero sí reflejar la experiencia acumulada en muchos años- se tienen muchos boletos para que todo se vaya al traste.

Enhorabuena, Kailash Satyarthi, por ese emprendimiento que involucró a más de siete millones de personas en tantos países. Me alegro de que no haya caído, ni mucho menos, en saco roto. Y de que hoy el mundo sea, en ese sentido, algo mejor en términos generales. Lo celebro mientras escribo estas líneas, en la intimidad, poniéndome de nuevo aquella camiseta.