Ahora que se ha muerto, asistimos a un diluvio de análisis a bote pronto sobre la figura política de Francisco Cacharro Pardo. Algunos, los menos, ponen el acento en sus ideas y convicciones conservadoras, como si eso fuera algo relevante en el perfil del fallecido, mientras que otros se centran en las luces y las sombras de su larguísima trayectoria en la vida pública. No falta, sobre todo en la prensa de Madrid, quien simplifique la cosa refiriéndose a él como el todopoderoso representante de Fraga en Lugo, una apreciación tan errónea como injusta, que además denota un supino desconocimiento de cómo funcionó este país llamado Galicia durante casi tres décadas.

Cacharro era de Cacharro y de nadie más. El omnímodo muñidor de la política luguesa por espacio de un cuarto de siglo nunca aceptó órdenes o consignas de nadie. No reconocía más autoridad orgánica que la suya propia. Rechazaba la más mínima injerencia en su territorio casi con la misma determinación con la que un día renunció a cualquier tentación expansionista. Pudo aspirar a las más altas cotas de poder autonómico o a un alto cargo en Madrid y decidió presidir la Diputación. Lo suyo fue gobernar la provincia a la manera de un virrey encastillado en el pazo de San Marcos, enarbolando como lema aquello de que la política de Lugo se hace en Lugo.

Aún se recuerdan los sonoros desencuentros que Cacharro tuvo en varias ocasiones con un Fraga que a la hora de la verdad mandaba mucho menos de lo que parecía. Hubo incluso alguna desconsideración y más de un desplante, que el autoritario y destemplado don Manuel soportó, tal vez bramando en arameo y tragando bilis, porque sabía que había conquistado la Xunta y pudo hacerse fuerte y eternizarse en San Caetano en gran parte gracias al enorme caudal de votos que le conseguía el barón lucense, en un más difícil todavía, elección tras elección.

Cacharro en Lugo, el también desparecido Cuíña en Pontevedra y Baltar sénior en Ourense hacían de su capa un sayo cada cual en su finca particular. Se pusieron de acuerdo en que Fraga fuera el administrador de sus intereses comunes, o si se quiera, un mero presidente de comunidad de vecinos, al que los propietarios le marca la tarea y le dan con la puerta en las narices si pretende gobernar su casa. Así funcionaban las cosas en la larga era fraguista. Y en eso consistía la pax fraguiana que permitió al Pepedegá ser a Galicia lo que el CiU a Catalunya o el PNV en Eukadi, un partido más sistémico que hegemónico.

Puede que aprendiera de lo que le ocurrió a Victorino Núñez, que por presidir el Parlamento gallego descuidó su feudo ourensano y se quedó compuesto y sin silla. El caso es que Cacharro Pardo siempre tuvo claro que el control político de una provincia solo se mantiene si uno se consagra en exclusiva a eso que Fernández Liñares, el gran padrino de la Pokemon, denominó "gestión de la cercanía". Un cacique ha de serlo a tiempo completo, siete días a la semana. Tiene que estar en contacto directo y permanente con la red de colaboradores que extiende su poder hasta la más remota aldea de la provincia y que desde la lealtad y el respeto le tiene permanentemente al tanto de las preocupaciones e inquietudes de la gente que habita sus dominios.

De eso presumía Cacharro, de que no se movía nada relevante en la provincia sin que él lo supiera. Pero también de conocer a la perfección lo que verdad interesaba al sufrido lugués de a pie, en la capital, en A Mariña, en A Terra Chá o en el Val de Lemos. Un buen barón es aquel que, gracias a un fino olfato de animal político, se adelanta a las necesidades o las demandas de sus administrados. Porque sabe lo que quieren. He ahí la principal explicación a lo aplastante de sus sucesivas victorias en las urnas, sin olvidar los logros materiales de su gestión y la eficiencia del clientelismo inherente al ejercicio del poder institucional sobre todo en el ámbito rural, donde aún hoy, como hace doscientos años, los favores se pagan con votos.