Opinión | Shikamoo, construir en positivo
José Luis Quintela
Hacia el abismo
Se ha estrellado un avión en los Alpes, en ruta de Barcelona a Düsseldorf. Una tragedia. Han muerto ciento cincuenta personas, entre pasaje y tripulación. La aeronave, literalmente, se ha desintegrado en un choque violentísimo que ha dejado sus restos esparcidos en una amplia área. Consternación y empatía. Podíamos haber sido cualquiera de nosotros y, de hecho, una de las personas que volaba en el fatídico vuelo estaba ligada a la ciudad. Una pena. Una desgracia. Una tristeza colectiva, que ha tenido amplio eco en el mundo entero. Europa está de luto y los medios de muchos otros lugares del mundo siguen la noticia con interés. A mí que, por razones que no vienen al caso, tengo gran sensibilidad y mucho cariño por el mundo de la aviación comercial, y por Lufthansa en particular, me sobrecoge especialmente.
Los indicios, en la noche de ayer viernes, apuntan con bastante claridad a que el desastre ha sido producido por la voluntad del copiloto de la aeronave, quien presuntamente habría llevado al avión al abismo -sin estar en condiciones de volar y con informes médicos en contra de ello-, una vez que su comandante salió de la cabina y ya no pudo regresar. La investigación sigue su curso y tendrán que confirmarse las sospechas y esclarecer y depurar las responsabilidades oportunas, pero cuando en un estadío tan temprano de la misma se han filtrado y confirmado estos extremos por parte de la aerolínea y la autoridad francesa competente, es que está bastante claro. Fíjense que a veces lleva años determinar, por parte de Aviación Civil, qué ha ocurrido en luctuosos episodios como este. En este momento, si no hay nuevos grandes giros de la investigación, la misteriosa pérdida de altura y el posterior choque del Airbus contra las montañas estarían esclarecidos en breve, aunque la explicación sea aún más horrible.
A partir de ahí, poco más. La vida es así, y la muerte es parte de ella, nos guste o no y lo entendamos mejor o peor, o nos toque más cerca o más lejos. El mismo día de la tragedia hubo mucha más muerte y más vida sobre la superficie del globo, en un eterno devenir al que nadie es ajeno. Todos, por el hecho de haber nacido, estamos en tal gigantesca rueda, y algún día nos iremos, mientras otros nacen y la mayoría de los mortales están a sus quehaceres. Cuando yo expire, inéditos llantos estimularán definitivamente los pulmones de nuevos seres vivos, igual que en aquel día frío de enero de 1968 en que yo nacía y otros morían. Es lógico que unas muertes, en lo colectivo, nos impacten más y otras menos, por cercanía emocional e identificación y por las propias circunstancias del óbito. Si se confirma lo que se está explicando, estaríamos hablando aquí del asesinato de ciento cuarenta y nueve personas. Terrorismo, independientemente de su motivación y de la patología que pueda haber subyacente. Es comprensible que a todos nos haga temblar.
Pero quedémonos con el hecho de las muertes en sí, independientemente de las circunstancias concretas de este caso. Y ahí no hemos de perder la perspectiva. En Ferrol fallecía estos mismos días un trabajador, al caerle encima una muy pesada pieza metálica, y dos marineros -padre e hijo- aparecían en la playa de Soesto ahogados, quizá por una vía de agua o un golpe de mar cuando intentaban pescar pulpo para ganarse la vida. Todo ello sucedía en ámbitos más concretos y menos cotidianos para la generalidad de muchas personas que viajar en avión, pero el resultado es que sus protagonistas tampoco se cuentan ya entre los vivos. Cada día fenecen muchos de nuestos convecinos, por accidente, enfermedad o por simple agotamiento vital. Y, abriendo más el foco, hay miles y millones de muertes, muchísimas de ellas absolutamente injustificadas y crueles, en guerras, catástrofes y por enfermedades con remedios, a veces sencillos y baratos, que siguen sin estar al alcance de muchas personas. Muertes que casi siempre nos pasan desapercibidas. Y ante las que nos protegemos, de alguna forma, por no convertir nuestra existencia en un lloro sin fin. Pero muertes, en definitiva, tan importantes como la de cualquiera.
Grupos mediáticos y gabinetes de comunicación de gobiernos, sin embargo, magnifican las muertes de catástrofes singulares, como la de los Alpes, hasta el histrionismo y el agotamiento, con singular liturgia y boato desproporcionado y ruidoso. Entiendo que es difícil encontrar el equilibrio, pero hay que poner especial empeño en tal misión. Está bien homenajear y llorar, sentir y hasta rebelarse contra lo sucedido. Pero no olvidemos que la muerte, como la vida, es algo muy íntimo. Y que son las familias las que tienen que liderar esto, desde su dolor y su voluntad. Lo otro podría ser calificado como oportunismo político o como una fuente casi inagotable, por unos días, de minutos y minutos de radio y televisión. En ambos casos, dinero a raudales. Y eso, no.
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