Se da por hecho que en las próximas generales el bipartidismo, cuando menos, va a recibir un duro varapalo. Es la tendencia, dicen, y se apoyan en los resultados de las europeas, las municipales y las autonómicas. Pues yo, querida Laila, no lo veo tan claro y creo percibir síntomas de cierta recuperación en las dos fuerzas centrales del modelo, pérdida de empuje y de brío en los partidos emergentes, desinterés y desencanto crecientes en las capas sociales más castigadas por la crisis y cierre de filas en el mundo mediático en torno al viejo sistema. Es como si, tras un amanecer claro, cayese la niebla y todo se volviese grisáceo, desdibujando contornos y diluyendo perfiles de las cosas y las personas.

Rajoy no abandona su perezoso inmovilismo ni va más allá de la gestión obediente del dictado de los mercachifles pero incrementa el recitado público de sus mantras y de sus rebuscados eufemismos destinados a conseguir la apropiación indebida de la paternidad de la recuperación y del crecimiento de las élites, que trata de vender como luz al final del túnel donde acampan los pobres que confunden empleo con subempleo y pobreza con mala pata. Se instala en el buen camino que no lleva a ninguna parte y en la amenaza permanente de un caos que únicamente él puede evitar. Pretende que la gente le compre la ganga y trata de dar la campanada como David Cameron. Cada vez son más los corifeos mediáticos que pregonan la mercancía mientras se tapan las bocas de las alcantarillas para minimizar el tufo de la corrupción y del despilfarro. Incluso Cataluña, que podría ser la prueba del algodón de su torpeza política, puede convertirse, bien vendida, en pírrica y aparente victoria que le dé el último empujón para evitar su desahucio de la Moncloa. El miedo de los que creen tener algo que perder, la preocupación de los ilusos que creen tener algo que ganar y la desmemoria, sistemáticamente inducida, son las armas de destrucción masiva que se emplearán a fondo en la próxima contienda desde las filas más conservadoras y reaccionarias.

Pedro Sánchez, por su parte, asume decididamente el papel de Tancredi Falconeri para recuperar los residuos de la extinta socialdemocracia española. Con su "que todo cambie para que todo siga como está" consolida su liderazgo en el partido, aunque se lo juega en las próximas generales. Pero, mientras tanto, su esfuerzo se dirige a convencer a su desvencijado electorado y a sus votantes huidos de que es suficiente un cambio de imagen y plantar la tienda en el centro político para recuperar la posibilidad de alternar en el poder, liderando nominalmente la izquierda posible, aunque ya nadie sepa qué coño es eso de la socialdemocracia. Los restos del viejo felipismo, que gozaron de la mieles del poder y se enfangaron lo suyo en la corrupción, están captando y asumiendo el gatopardismo del nuevo líder e impulsan a sus cachorros para que tengan garantizada parte de la tarta en los próximos lustros. Venden la estabilidad del sistema y reformas prudentes para que todo siga como antes y nada se desmorone. También cala esta generosa oferta en los mercados mediáticos y comienza a cacarearse la mercancía que puede ser adquirida por los que creen en la política y temen que la democracia representativa acabe por desvencijarse. La buena fe de ciudadanos politizados y honestos y el miedo de los demócratas serán armas de estos nuevos Tancredi de la política española.

Frente a estos movimientos, las nuevas formaciones lo tienen cada día más crudo, sobre todo si no son capaces de aunar sus fuerzas y caen en la tentación de repartirse a destiempo la piel del oso. Por eso te digo, querida, que el ocaso del bipartidismo puede darse, pero está en aire.

Un beso.

Andrés