Acto Primero. El último artículo lo dediqué a Mari Ángeles y su labor, y la de tantos, en aquel Chile donde la represión postgolpista fue acompañada de mucho dolor y pobreza para muchas personas. Allí, en tal contexto, en la América Latina que contribuimos a forjar desde este lado del Atlántico, mucha gente de iglesia se posicionó a favor de las personas, y llegó a vivir, sentir y comunicar de forma muy diferente a lo que acontecía en otros lugares. Fue gente que pagó muchas veces con su propia vida, y a pesar de símbolos comunes con el resto de sus hermanos de fe, lo suyo era distinto. Fue la iglesia de Juan Gerardi, Óscar Romero o Ignacio Ellacuría y sus compañeros y compañeras. Una recreación de un eterno sufrimiento, una vez más, por intentar cambiar el mundo. Acto Segundo. Una vez publicado tal artículo, tuve ocasión de entrar en un intenso debate ente amigos, muy abierto, sobre el papel de estas personas en el mundo, con el siempre presente punto de vista de hasta qué punto no interfieren en la labor de los Estados, o el no menos clásico inquérito de si, con su labor, no se satisfacen sobre todo a ellos mismos. Debate nada agrio, les digo, fruto de la confianza y la amistad. Pero intercambio de opinión en el que yo lo tengo claro: a lo segundo, afirmo, todos nos satisfacemos a nosotros mismos con todo lo que hacemos, y eso no quita ni mérito a la persona ni valor a lo que hace. Es evidente que un famoso neurocirujano que salve vidas extirpando neurogliomas, por ejemplo, disfruta con lo que hace y le permite desarrollarse personal y profesionalmente. ¿Y qué? Ojalá los haya muchos y muy buenos, y que disfruten muchísimo. ¿O no? Ya Aristóteles afirmaba, fruto de su concepción teleológica -que no teológica- de la existencia humana, que el papel fundamental de cada individuo es satisfacerse a sí mismo, lograr su felicidad y su desarrollo. Y si no lo hace, se está fallando a sí mismo. O sea que, ¡chapeau si alguien se siente satisfecho dándose a los demás! Y sobre lo primero, hace falta saber cómo es ese mundo del que hablamos... Hay que vivir en las realidades de las que hablamos, o por lo menos tener datos fidedignos y conocimiento de causa. Y es que hay muchos lugares donde el tan traído y llevado "papel del Estado" es pura fantasía, elucubración y utopía. El Estado no existe en muchas realidades, parcial o totalmente fallidas. El Estado no está, y al mismo no se le espera. Muchos Estados han dejado de lado su obligación de proteger a la población civil, tipificada como tal en la ONU, y hay personas que, si no fuese por personas como Mari Ángeles, simplemente hubieran dejado de engrosar la nómina de los vivos. ¿Duro? No saben cuán dura puede ser la vida en determinados contextos... Acto Tercero. Pónganse ahora en el corazón del Kivu, Congo. ¿Han visto en televisión el escabroso y dramático documental sobre el coltán, de perfecta factura y aproximación a la realidad? Pues ahí mismo. Un lugar riquísimo en casi todo lo que ustedes puedan imaginar, incluidos los más preciosos minerales o una agricultura extraordinariamente fértil, pero depauperado y maldito en términos de desarrollo humano por la enorme codicia con el que Europa lo ha ido saqueando desde los tiempos en que el país entero fue finca particular de Leopoldo II de Bélgica. Un lugar donde, una vez más, el papel del Estado es nimio, irrisorio y magro. Y un sitio donde este ni protege ni ayuda, sino más bien lo contrario. Guerra permanente, violencia extrema y unas condiciones muy difíciles, acrecentadas por su condición de territorio de frontera con Ruanda. En tal entorno vive Teresa Sáez, también con ocho décadas a sus espaldas, y que llegó al lugar con veinticuatro o veinticinco años, destinada allí también por la congregación de la Compañía de María. Un nuevo ejemplo, como Mari Ángeles, de superación y entrega a los demás. No hablamos de caridad ni de beneficencia, sino de una concepción meridiana de la justicia social y de cuál es la sociedad que tenemos que, entre todos, dibujar. Unos planteamientos ciertamente avanzados para su época, que hoy aún siguen rompiendo moldes. Son cincuenta y siete años ya en Congo, dirigiendo personalmente un centro que educa a personas, ofrece asistencia sanitaria y con especial interés y acción en el tratamiento de la diversidad funcional por discapacidad física. Una realidad que no he conocido personalmente, pero que me recuerda a alguna otra que visité con detenimiento en África, y que constituye un muy importante oasis en medio de la nada desde el punto de vista terapéutico. Un ejemplo más, pues, de buena gente con buenos propósitos, pero también con estrategias exitosas y planes de acción certeros, con el fin de mejorar la vida de otras personas. Porque, ¿qué es de lo que se trata en esta vida? ¿De amasar y acumular porque sí? ¿De cosechar un éxito sustentado sobre la miseria de los demás? ¿De fomentar un individualismo lacerante que no nos lleva a ninguna parte? ¿O de apostar por un mundo donde cada ser humano tenga realmente un valor, y donde las acciones de los mismos vayan orientadas a mejorar ese estatus colectivo? Yo me quedo, simplificando mucho y sin entrar ahora en más detalles, con esto último. Me gustaría que las personas, aquí, en el Kivu y en todo el planeta, tuvieran idénticas condiciones de partida, concretadas en la asunción de unos derechos socioeconómicos universales, reales para todos los seres humanos. Cuestiones como el acceso a agua potable o a una salud básica, que aquí están garantizadas y que, en muchas realidades, son ciencia ficción de lo más futurista. Les dejo ya. Disfruten los atardeceres mágicos del verano, cuando la luz está mucho más tamizada por un sol bajo que nos obsequia con sus últimos rayos del día. Sean felices.