En esta civilización cuyo Dios es lo nuevo, inventar algo nuevo es relativamente fácil. Lo verdaderamente difícil es inventar algo necesario. La Cataluña de vanguardia que piensa en el XXI y no en el XIX celebra en Barcelona del 16 al 19 el IOS, un nuevo evento de innovación y tecnología. La sociedad de los inventos, la ciudad de los prodigios, las novedades de la tecnología aplicada amenazan nuestra capacidad de perplejidad mientras de Oriente llegan cientos de miles de refugiados que nuestros inventos, armas de defensa que a veces se vuelven contra nosotros mismos, no son capaces de organizar. Entre éstas generaciones y las anteriores, además del salto tecnológico, está el salto educacional: aquellas fueron educadas en el respeto a los mayores y éstas en la adoración de los jóvenes. Pero no por el respeto a la infancia ni a instancias de Unicef, sino por conveniencia del capital que encuentra en el colectivo de los jóvenes su más leal vasallo y seguro consumidor. Es lógico por otra parte que sean los jóvenes los grandes desarrolladores de lo último. Pero lo importante de las nuevas tecnologías y de los inventos, antes de determinar si alguna tiene o no efectos nocivos para la salud, lo que suele venir más tarde, es si facilitan la vida o la complican. Cela escribía que todo lo que hacemos es al servicio de algo, la cuestión es de qué o de quién; y Javier Echevarría en Dar pasos, uno de sus últimos y brillantes artículos, cita la reciente encíclica Laudatio Si, donde el papa Francisco, parafraseando al patriarca Bartolomé, propone "pasar del consumo al sacrificio, de la avidez a la generosidad, del desperdicio a la capacidad de compartir". Ese es, sin duda, uno de los mejores termómetros para medir la utilidad de las nuevas tecnologías. Las que faciliten estas viejas tareas siempre pendientes de la humanidad serán, además de nuevas, necesarias.