Aproveché un viaje para acudir al cementerio, en pleno mes de los difuntos, donde reposan los restos de mi hermano mayor. Me acompañó una de sus hijas, que vino pertrechada como quien está habituada a ello: botellón de agua, guantes, tijeras, bayetas y un ramo de flores. Acabada la limpieza de la lápida y tras el recambio de las flores mustias por otras recién compradas en la floristería, donde además facilitan un polvillo para disolverlo en el agua y que duren frescas lo más posible, rezamos -eso es lo más importante- por él y todos los difuntos. Dejamos allí, además de los floreros ya renovados, el cariño fraterno y filial merecido. A punto de salir, mi sobrina me indicó unas tumbas próximas. Debe tratarse de un futbolero porque han dejado un escudo inmenso del equipo local. En la otra inmediata veo juguetes sobre la lápida, y me entretengo en mirar la inscripción: nombre y apellidos de un niño de cinco años. ¡Qué tirón noté en mi corazón poniéndome en el lugar de sus padres! Cinco añitos, y allí reposa acompañado por lo más querido de él, sus juguetes. También recé por la criatura, aunque sé que desde la gloria de su inocencia él nos ayudará más a sus padres y a mí.