No sé si, desde la Transición, la minúscula y dura derecha franquista se fue haciendo con el centro moderado, pragmático, plural y flexible o fue al revés, pero el resultado de ese movimiento es claro: sólo unas siglas, PP, ocupan todo el espacio de centro derecha y derecha que, desde la marcha de Fraga, supone la mitad o más del electorado. Por ese lado nuestro sistema es bipartidista y el PP es el dueño de un gran espacio en el que no hay incentivos para la aparición de nuevas siglas, VOX es el último e invisible ensayo, y las fuertes discrepancias internas entre corrientes, que las hay, se zanjan disciplinadamente cuando se aproximan las elecciones, el momento de la verdad. Puede decirse, con la experiencia que se inicia con el PP de Aznar, que, al modo británico o norteamericano, hay millones de electores que pese a decepciones y enfados con el partido lo consideran el instrumento político más útil o menos malo para la protección de eso tan complejo que identificamos como sus intereses, sus miedos y su modo de vida. Preguntarse por qué es así viene a ser como hacerlo por el misterio de la sociabilidad y la política, es decir preguntarse por esos asuntos de los que hablamos todos a diario y que hemos de responder con una sencilla papeleta de voto. Simplemente es así por suerte para el PP y para desgracia del PSOE, antes sin rival en la otra mitad y más del espacio político español y hoy asediado a su izquierda y su derecha.

Pero llegó Rivera avisando del fin del bipartidismo aunque la macroencuesta del CIS no acaba, a mi juicio, de redondear su pronóstico dejándole a mucha distancia del PP y también distante del PSOE. Rivera arrancó en un ámbito hostil a su proyecto y con valentía probada se ganó el respeto y el afecto de muchos votantes socialistas y populares. Salió airoso de su encontronazo con Rosa Díez, se rodeó de un grupo de personas de valía y reclama el centro porque, dice, el proyecto de Rajoy está agotado y porque Sánchez se ha ido a la izquierda. Cuando Rivera opina, y como dice el chiste aparece en TV hasta cuando está apagada, probablemente coincide en sus opiniones con las de millones de españoles arreglando el mundo en las tres horas de una cena de viernes con los amigos. ¡Resulta todo tan sencillo de arreglar!. Suprimir el Senado, el Consejo General del Poder Judicial y las Diputaciones, resolver la cuestión catalana, eliminar el privilegio fiscal vasco, cambiar en profundidad el sistema electoral o suprimir el Decreto-ley. Rivera quiere regenerar la política española y tiene ideas para todo. Como en las cenas de amigos. Lo que como a esos amigos le falta a Rivera son dos cosas fundamentales, el gran partido imprescindible para gobernar y la experiencia de gestionar bienes escasos junto a factores inmateriales como el infortunio o la intransigencia o la estupidez, en puestos de responsabilidad. Rivera tiene la cómoda experiencia de la oposición parlamentaria y la del líder aclamado que resuelve en el escenario y en el plató. Es la experiencia de los que nunca gobernaron ni vivieron los aprietos que depara la realidad. Rivera explota, por encima de todo, la lacra de la corrupción que ha estigmatizado al PP. ¿Hay alguien que no la haya censurado? Pero hay vida, hay política además y después de la corrupción. Por eso Rivera debería decirnos ya si respetará la investidura de Rajoy o si apoyará a Sánchez. En Andalucía y Madrid ha apoyado al más votado y con más escaños y eso es positivo para la estabilidad pero a la larga pueda pasarle factura porque no se puede jugar eternamente a ser sólo oposición intransigente y pura, con un punto de soberbia y simpleza. Justo los rasgos propios de quien nunca ha tenido que gobernar.