Ya se verá hasta donde alcanza el cambio, pero nadie discute a estas alturas que el 20-D dibujará un nuevo mapa político en Galicia. Con la resaca del cava, el turrón y los villancicos, quedará completo el rediseño apuntado en las elecciones autonómicas del 2012 y perfilado en las municipales del mayo pasado al menos en las áreas urbanas del país. Cómo quede la cosa dependerá de los muchos miles de gallegos que, al parecer, a día de hoy no saben si acudirán a la cita con las urnas y mucho menos qué votarán. Lo que sí tiene claro el batallón de los indecisos -porque los analistas se lo recuerdan a diario- es que su voto, si lo emiten, o su abstención, resultarán más decisivos que nunca a la hora de determinar quién ha de ser en adelante el inquilino de La Moncloa.

Todo apunta a que en la comunidad gallega el PP seguirá siendo la primera fuerza. Así será, salvo sorpresa monumental, a pesar de que va a sufrir un considerable erosión, una más, en la porción de electorado que antaño le era fiel. Los populares, que hace poco superaban el 50% de los votantes, desde hace cuatro años se están deslizando en una pronunciada cuesta abajo que a saber a qué suelo les conduce en un futuro próximo. Ahora bien, el PP gallego de Feijóo no se desmorona. Ninguna encuesta seria le vaticina un descalabro en estos comicios. Tal vez eso tenga que ver con el hecho de que quien se examina no es Don Alberto, sino Rajoy, y los votantes conservadores gallegos, en su gran mayoría, parecen ser capaces de distinguir lo que se juegan en cada envite electoral y actúan en consecuencia.

De otro lado, el denominado frente rupturista está a punto de dar el sorpasso al PSOE. Eso es lo que, cocinas aparte, indican casi todos los sondeos serios, los publicados y los de consumo interno. Al rebufo del exitoso y premonitorio experimento que constituyó AGE, en Galicia ha cuajado una confluencia estratégica que no fue posible en otras latitudes, la del nacionalismo beirista con Esquerda Unida y Podemos, aderezada con pequeños grupos radicales, movimientos sociales, una parte del ecologismo militante, etc. Su trayectoria es claramente ascendente, hasta tal punto que, salvo imponderables, para el año que viene las mareas, o algo similar, serán el principal rival de Feijóo o de quien quiera que sea el candidato popular. Ese movimiento aspira a replicar en 2016, en O Hórreo y en San Caetano, su primavera municipal.

Hay cierta coincidencia en que al PSdeG solo lo salvaría de la debacle en las próximas autonómicas que Pedro Sánchez fuera investido presidente del Gobierno. Algo les debería ayudar la gestión de tres de las cuatro diputaciones gallegas, siempre y cuando sean capaces de arreglar cuanto antes el entuerto de Lugo. Las siglas socialistas, tanto o más que las del PP, cotizan a la baja en toda España, entre otras razones porque la dinámica demográfica juega en contra del bipartidismo o de la vieja política, como se prefiera. Al PSOE se le van muriendo en Galicia casi tantos votantes como al PP. Así lo acreditan los estudios sociológicos y demoscópicos. La gente joven que se incorpora a los censos electorales es la clientela natural del rupturismo y, en mucha menor medida, del nacionalismo encarnado por el BNG.

Los de Xavier Vence lo tienen muy negro. Quedarse sin escaños en el Congreso sería un paso más en el camino que les está llevando de vuelta a la condición de fuerza poco menos que residual, en todo caso irrelevante, en el nuevo escenario político gallego. Tal era la posición testimonial de la que partieron en la etapa fundacional de la Galicia autonómica. Fue su ahora tan denostado Xosé Manuel Beiras quien capitaneó el frentismo en la larga travesía del desierto hasta situarlo a un paso del poder institucional, liderando la oposición al fraguismo. En buena parte de la ortodoxia bloqueira está instalado el convencimiento de que aquellos tiempos de mieles electorales ya no volverán. Y algunos parecen resignados a que así sea. Somos los que somos, es lo que hay, Fernández Lores dixit.