La Transición Española, como todo en la vida, ha tenido aspectos mejor y peor llevados. Dicen los expertos que lo mejor ha sido, sin duda, la ausencia de un conflicto abierto o -como en otros contextos- incluso la reedición de una guerra civil. Lo malo, que también lo ha tenido, es que toda la etapa democrática surge aquí directamente desde las pautas y la guía de lo sugerido o incluso encaminado desde el antiguo régimen. En todos los aspectos, incluido el de la Jefatura del Estado, en el que también se toman decisiones mucho antes de morir Franco. Desde la reposición de la monarquía -primera decisión- hasta la plasmación de la misma en la Casa de Borbón -segunda decisión- o, ninguneando a Juan de Borbón, la elección de su hijo Juan Carlos como Rey -tercera decisión-. A partir de aquí, el régimen también extiende su huella en múltiples aspectos, muchos de los cuales aún están presentes en diferentes planteamientos de nuestra actual etapa democrática.

El debate de anteayer me trajo, en alguna medida, la agria sensación de lo acartonada que sigue estando nuestra vida política, parlamentaria y de partido, un tanto hechos a la medida de aquella transición, Twitter y plasmas aparte. Un debate por llamarle de alguna manera, ya que faltó en los dos candidatos una visión de Estado, por una parte, y un planteamiento profundo de confrontación de las opciones de cada uno en las temáticas de las que se hablaba. Comprendo que la televisión tiene sus tiempos, y que es difícil dedicar demasiado rato -upppsss- a un aspecto concreto, pero se malgastaron demasiados minutos en insultos, descalificaciones, muletillas aprendidas, eslóganes y guiños a la propia parroquia de cada uno de los candidatos. Todo lo que no sirve para nada. Y con un nulo o casi inexistente diálogo sobre políticas y, sobre todo, ideas.

Pedro Sánchez tuvo un comportamiento a todas luces inaceptable. Entró en el insulto y la descalificación, y se puso en evidencia a sí mismo al decirle a su rival que tendría que haber dimitido, siendo él jefe de la oposición. Pedro Sánchez es, precisamente, la persona menos indicada para estar convencida de que un Presidente debe irse y, al tiempo, no hacer nada. ¿Por qué? Porque él tuvo la facultad de iniciar el procedimiento parlamentario para expresar tal disgusto y disconformidad. Usted y yo no. Y él no actuó en consecuencia. En cambio ayer entró en un terreno verdaderamente embarrado, llamando indecente a su rival y provocando un rifirrafe continuo que, sinceramente, no aportó nada.

Y Mariano Rajoy, qué les voy a decir. Más de lo mismo. Verborrea sobre empleo, por ejemplo, sin que se diga una palabra de su calidad, que es ínfima. Hemos pasado de ser un país que presumía de ser la octava economía del mundo a sumergirnos en una espiral de precarización laboral que implica muchos no, muchísimos sueldos de setecientos, ochocientos o novecientos euros al mes, contando ya con las pagas prorrateadas, incluso en puestos de cierta responsabilidad y que requieren cualificación. O un país que, en muchos campos de la investigación y el desarrollo no está hoy ni se le espera. O una sanidad donde las listas y los retrasos son, en determinadas áreas y patologías, verdaderamente incompatibles con una buena praxis.

Todo ello tendrá sus causas y sus problemas, no lo dudo, y el actual Presidente sabrá de sus desvelos para intentar conciliar esto y lo otro, pagar una cosa y no dejar de hacerlo con otra. Pero de ahí a pintar un mundo rosa fosforito va mucho. Le falta sinceridad al señor Rajoy. Sinceridad y autocrítica. Y, con semejante visión de un país donde casi todo "va viento en popa" ha de asumir que se le vea un tanto mentiroso. O despegado de la realidad.

Inexactitudes y una visión fantástica de la realidad, pues, por un lado, y ataques personales, revestidos de eslóganes y una voz y modos poco creíbles, muy en la línea marcada por los gurús del marketing político, por el otro. Nada. Humo. Puro humo y poco más, en el que se suponía iba a ser el debate de mayor calado, previamente a estas elecciones del 20 de diciembre. Quizá usted no lo vea así, y vea un claro ganador en la noche o, lo que es lo mismo, una superioridad clara de alguno de los dos candidatos. Pues me alegro por usted, sinceramente. Ya se sabe que en esto de las percepciones, por mucho que lo queramos objetivizar, va mucho de quien hace el análisis. Yo, de verdad, no he visto nivel, y ubico más a los dos candidatos, en términos de "saber estar" y comodidad, en cualquiera de las apariciones que han realizado últimamente en programas de variedades, tal y como si fuesen estrellas del pop. Ellos y los otros.

Rajoy y Sánchez, visto lo visto, pudieron haber sido los contendientes de partidos extintos o muy cambiados, treinta años atrás. Y su debate, desde mi punto de vista, ha estado alejado de la realidad y solo orientado al "y tú más" o a contarnos las presuntas fortalezas de un país que, claramente y con los indicadores en la mano, no es el nuestro. Porque esto de todos, propaganda aparte, va mucho más a la deriva de lo que nos cuentan.

¿Es posible esperar un cambio de cualquier partido? Pues déjenme que sea escéptico, con lo que estoy viendo. Muy escéptico. Al fin y al cabo, estos nos han demostrado ya infinitamente que son industrias de tomar el poder y atesorarlo, mucho más que de resolver los problemas reales de la sociedad. Es esta la que, con sus pequeños pasos, cambia el mundo cada día. Y la pena es que sus actores y su discurso, muy a menudo, son secuestrados desde la órbita partidista y partidaria, que los envuelve, fagocita y desvirtúa. Para conseguir más poder, claro.