Albert Einstein dijo una vez: "Temo el día que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El mundo solo tendrá una generación de idiotas". El Nobel de Física, al que suspendieron en matemáticas en su juventud, no estaba en absoluto desencaminado. Todos somos víctimas del idiotismo general por nuestra dependencia de La Máquina. Ya no se concibe la vida sin un perturbador "teléfono inteligente" que nos mantiene alertados y alienados, entre notificaciones, llegada de emails o los odiosos whatsApps. Todo se puede hacer y deshacer con un teléfono, sino reparen en el anuncio de una tienda virtual, en la que la protagonista hace todas sus compras navideñas a través de su smartphone. Ni colas ni esperas? Y, ¿el placer de ver físicamente los regalos, pensando en cada destinatario, comparando, imaginando y fundiéndonos con el ambiente de las calles engalanadas? Nos quitan hasta la ilusión. ¿Cuándo podremos apagar todos esos mecanismos de reiterativas melodías y recuperar el placer del silencio sin remordimientos?

A finales de los 90 del siglo pasado se empezaban a ver los primeros teléfonos móviles. En poco tiempo se convirtió en un elemento imprescindible de uso cotidiano y nos fuimos acostumbrando a ver a individuos aislados en nuestro entorno más inmediato como algo totalmente natura; con sus cascos enchufados a teléfonos de última generación escribían lo que primero fueron los SMS y más tarde todos los demás. No eran replicantes de Blade Runner, aunque no tardaremos mucho en que estos habiten entre nosotros. La comunicación es más rápida que nunca y la supervivencia de nuestro idioma mínima. La economía lingüística se ha ido nutriendo de abreviaturas cada vez más insospechadas y aberrantes. En breve, los que seguimos escribiendo con todas las letras tendremos que aprender la jerga de este nuevo sistema de incomunicación.

Einstein no se equivocó en absoluto; hemos pasado a relacionarnos por medio de pantallas, incluso, para encontrar el amor, y, en medio de la gran era de las comunicaciones, nos comunicamos menos que nunca -al menos, personalmente-.

Precisamente, a finales de este verano, S. Hawking visitó nuestro país y sus declaraciones a la prensa española resultaron alarmantes: "Los ordenadores superarán a los humanos gracias a la inteligencia artificial en algún momento de los próximos cien años", afirmaba Hawking. Sin embargo, su vaticinio no ha necesitado un siglo para convertirse casi en un hecho. La revista Science recogía recientemente en su portada lo que parece ser el último grito en inteligencia artificial: Brendan Lake, investigador de la Universidad de Nueva York, es el principal artífice de un inquietante algoritmo. Pero ¿en qué consiste la aplicación de este algoritmo? Pues nada menos que en un programa que permite a las máquinas aprender como los seres humanos. Por mucho que Lake trate de sacar hierro al asunto, diciendo que el ser humano sigue pensando mejor, la inteligencia artificial le come terreno a zancadas a la Humanidad.

Poco a poco, las máquinas continuarán sustituyendo parcelas propias de los seres humanos y con mayor eficiencia: la agricultura y la trashumancia tendrán labriegos y pastores de metal silencioso y aplicaciones mucho más precisas en cuestiones bursátiles. Los llamados seres humanos han perdido su propia humanidad y rinden pleitesía al nuevo dios tecnológico, el becerro de oro de nuestros días.

Para los que 2001: Una odisea en el espacio marcó parte de nuestro imaginario, no deja de ser alarmante que algún día las máquinas puedan adquirir facultades propiamente humanas. Hasta entonces, esperemos que Hall no sea más que un producto de la imaginación Stanley Kubrick.