Cuántas veces no he recorrido la calle Pelayo, la plaza de Urquinaona, la mismísima plaza de Cataluña o, sobre todo, la cercana Roger de Llúria. Por motivos profesionales, fueron muchos años de idas y venidas muy, pero que muy habituales, a la siempre fresca, sugerente y acogedora ciudad de Barcelona y, en especial, a las céntricas calles y plazas citadas. Menos veces fui a La Rambla, un lugar donde desde hace tiempo, fundamentalmente, se escucha hablar de todo menos catalán y castellano. Un lugar imprescindible si uno es turista en la ciudad, pero que llega a cansar -por su algarabía, gentío y sensación de "parque temático"- a buena parte de los residentes.

Quizá sea esa cercanía emocional y ese conocimiento detallado de cada uno de los rincones de ese trocito del Eixample, que el atentado ocurrido estos días en Barcelona me ha tocado aún un pelín más cerca que los anteriores. Ya saben lo que pienso de todos ellos, de forma muy coincidente con lo que muchos de ustedes expresan en sus círculos respectivos. Horror, caos, atrocidad, barbaridad... El castellano, un idioma riquísimo y con un nivel de sinonimia verdaderamente alto, llega a quedarse corto para calificar hechos tan execrables como los acontecidos en Cataluña -también en Cambrils-, o en París, Londres, Bruselas, etcétera. En eso estamos de acuerdo, de forma abrumadora, creo que la práctica totalidad de las personas.

En las ocasiones anteriores abordé este tipo de luctuosos sucesos en términos de un cierto análisis de la etiología de lo que está ocurriendo en el mundo. Aduje que las causas, fundamentalmente, son de índole económica, en la que un grupo que se ha hecho fuerte en una región geoestratégica -el autodenominado Estado Islámico- trata de imponer sus normas y mandar sus mensajes al resto del mundo en términos de terror y barbarie. Pero, en el fondo, repito... se trata de mantener una industria y un estilo de vida, en la que los parias que se autoinmolan son meros convidados de piedra, desheredados y sin un presente ni un futuro claro, a los que alguien ofrece -a veces por primera vez-, calor y comprensión, así como un atisbo de lógica -endemoniada- que les lleva a perder la vida y destrozar la de sus familias y la de unos cuantos inocentes. Y, mientras tanto, otros -los grandes culpables de todo esto- hacen caja.

Hoy no quiero olvidarme de abordar en este texto alguna pincelada sobre la reacción por parte de nuestra sociedad. Un unánime estupor, claro está, pero también un nivel de indiferencia real -independientemente de las manifestaciones iniciales- que hunde profundamente sus raíces en nuestro actual estilo de vida. Una forma de organizarnos que ha conseguido ir rompiendo toda clase de vínculos, y que amenaza con sumirnos en una soledad verdaderamente asfixiante. Así las cosas, la sociedad de hoy es mucho menos coral -diga lo que diga quien lo diga-, y está orientada -fundamentalmente- a la supervivencia de todos y cada uno de nosotros, vapuleados por el paro, por la pérdida de oportunidades, por el clientelismo y la corrupción, o por una cultura de la superficialidad y el envoltorio, donde la búsqueda real de la mejora continua personal y colectiva es rara avis. Una sociedad donde parece que respetamos más al otro, pero que esconde la terrible evidencia de que, en realidad, lo que expresamos es indiferencia, pura y dura. Un estado de las cosas en el que parece que ya casi todo nos resbala, independientemente de que nos preocupe y nos duela un poco más por aquello de que esta vez nos ha tocado en casa. Pero en el que no hay un ejercicio real de empatía, o un cambio real de los valores imperantes en el mundo líquido del siglo XXI.

Ese es un primer análisis que comparto con ustedes. Al que sumo, si me lo permiten, un nuevo recordatorio -que nunca está de más- de que el Islam -como cualquiera de las otras espiritualidades monoteístas- predican originariamente el amor. Otra cosa es la visión interesada que grupos organizados -como el arriba aludido- puedan tener de las mismas, como pretexto para plantear objetivos alejados soberanamente de tal tesis primigenia. Ningún Dios moderno puede ser esgrimido como causa o inspiración para la comisión de actos terroristas como los realizados por esos presuntos hombres píos que, en realidad, son una expresión del fracaso de la globalización en términos de integración, más allá del engorde de las cuentas corrientes de los más poderosos. Los cinturones de miseria que rodean París, Bruselas o, también, Barcelona, están detrás de la génesis de toda esta patraña. Ni Islam ni nada parecido. Lo que hay es frustración, adrenalina, violencia contenida y ahora desatada, y una sociedad rota. Muy rota. A pesar de que la pintemos de colorines.

Tristeza, pues. Y lástima. Y solidaridad con todas esas familias rotas y descarnadas. Y mucha rabia. Pero también la constatación de que, o se cambian los escenarios sociopoliticoeconómicos a medio y largo plazo, o esto va a más. Y evitarlo, en términos de construcción de alternativas, es una tarea de todos, aunque parezca que somos legos aquellos que no nos metemos en la pomada de la política de partido organizada. Pero no, no podemos quedarnos al margen...