Según el Barómetro de julio sólo al 2.6% de los encuestados les preocupa el asunto de la independencia de Cataluña. Es legítimo pensar que el 97.4% restante está harto de lo mismo o piensa que la cosa acabará en nada, bien porque los que impulsan el proceso se retracten o se atemoricen, bien porque la inmensa mayoría de españoles confía en que el Estado y sus actores principales lo gestionen sin costes excesivos para el funcionamiento general del país. Como saben muchos ciudadanos medianamente ilustrados, el Tribunal Constitucional, actor principalísimo del Estado, tiene facultades para sancionar económicamente y para suspender en sus funciones a las autoridades y empleados públicos que incumplan sus resoluciones durante el tiempo preciso para asegurar la observancia de sus resoluciones. Mucho se ha discutido la conveniencia de estas facultades pero figuran en la Ley Orgánica del TC y eso es lo que ahora importa. No tengo una bola de cristal para asegurar lo que hará el TC si el independentismo catalán sigue en sus trece y concretamente si se empeña en llevar a cabo por los medios que sea el referéndum anunciado para el 1 de octubre próximo, pero si llegara a aplicar las sanciones económicas y la suspensión, en singular o plural, recogidas en el artículo 92 de su ley, hay algo que debe quedar claro y es que el TC se ha venido cargando de razones para actuar en tal sentido desde que en marzo de 2014 declaró inconstitucional la resolución del parlamento catalán de enero de 2013 que declaraba a Cataluña como titular de soberanía. Comprendo que la aridez de las controversias jurídicas no las hacen accesibles a la mayoría pero los que seguimos con atención, y también pereza por qué no decirlo, la que mantienen el TC y la Abogacía del Estado con el Parlamento y el gobierno de Cataluña, sabemos que han sido muchas las veces en las que las resoluciones del TC, autos, providencias y sentencias, han advertido explícitamente a distintas autoridades catalanas de las responsabilidades, penales incluidas, en las que pueden incurrir si desobedecen sus resoluciones. Y entre ellas claro está la que prohíbe la anunciada consulta para dentro de un mes. No pueden existir ya dudas a estas alturas de la controversia de que el TC se ha cargado de razones y por ello, si llegan las sanciones no habrá lugar a criticar al TC, sea cual sea el alcance y el número y calidad de los sancionados porque todos ellos vienen siendo reiteradamente advertidos de lo que les espera. Ya cuentan con el precedente del presidente Artur Mas y la vicepresidenta Ortega condenados por el TSJ de Cataluña e inabilitados en marzo de 2017, lo mismo que el exconsejero de Presidencia de la Generalitat, Homs, condenado por el Tribunal Supremo como responsables del referéndum del 9-N de 2014 prohibido por el TC.

Así actúan los jueces y tribunales en el Estado de Derecho. Cargándose de razones lentamente hasta que al final resuelven aplicar las sanciones que tienen a su disposición. Lo sabe el ciudadano y lo espera de sus jueces y tribunales porque de otra manera la convivencia sería imposible. Si llegan las sanciones se cumplirán. Lo que suceda políticamente es harina de otro costal, pero las algaradas callejeras incluso violentas, no pueden debilitar los pronunciamientos judiciales ni perturbar el normal funcionamiento institucional ni impedir el ejercicio de los derechos de los ciudadanos. Contémplese la posibilidad de alguna violencia como incidentes no excepcionales en las democracias asentadas. Los hay raciales, laborales y de muchos tipos en cualquier país, pero lo importante es que sus instituciones actúen cargadas de las razones de la ley, como sería en este caso. Luego, las aguas vuelven a su cauce y la vida sigue.