Saber gobernar consiste fundamentalmente en anticiparse. Es natural que no resulte posible hacerlo sobre cualquier suceso, como al final de sus días comentaba a los suyos Churchill, lamentándose de que había consumido media vida angustiado por problemas que jamás se habían producido. Adelantarse a lo que viene constituye un rasgo genuino de quien pretende asumir responsabilidades públicas, desde la más modesta entidad a la mayor jerarquía internacional.

Cuando padecemos calamidades naturales o episodios de violencia terrorista inevitablemente volvemos la mirada hacia aquello que debiera haberse hecho para evitarlos o atenuar sus efectos. Con ocasión de las crisis económicas, centramos también la censura en la culpabilidad in vigilando de las autoridades financieras, por no haber intuido la coyuntura. Aplaudimos o reprobamos a quienes han sabido, o no, estar un paso por delante de los acontecimientos.

La obsesión por el día a día, tan necesaria para afrontar los imprevistos, resulta sin embargo insuficiente para administrar la cosa pública. En realidad, no deja de ser un viejo asunto, advertido ya por Tocqueville a su retorno de Estados Unidos, al constatar que una de las peores cosas de su democracia era precisamente su obstinación por el presente, postergando la proyección futura y las referencias del pasado.

Es cierto que el tiempo se encarga de resolver ciertas cosas, pero no siempre las esenciales. Estas precisan de gestión por parte de los mejores a los que se refería Ortega, de aquellos que cuentan con verdaderas capacidades para verlas venir, de saber distinguir lo principal de lo accesorio, de poder guiar a la sociedad hacia objetivos superiores previendo lo que pueda depararnos el mañana.

El panorama actual, salvo contadas excepciones, no parece estar especialmente dotado de esas personalidades. Y no solo en España. El presentismo que se extiende en la política no deja de ocuparse de cuestiones irrelevantes, adjetivas, sin aplicarse a los retos que de verdad interesan, aquellos en que nos jugamos lo principal.

El invierno demográfico europeo puede ponerse como ejemplo. Al tratarse de un fenómeno cuyos crudos efectos se habrán de notar dentro de unos veinte años, no forman parte de las inquietudes del momento, a pesar de que toque implementar ya medidas que impidan ese anunciado suicidio poblacional, derivado de la caída progresiva de la tasa de fecundidad y del aumento paulatino de la esperanza de vida. No sé si será casual, pero el hecho de que los principales líderes europeos -en Alemania, Francia y el Reino Unido- no tengan descendencia es posible que contribuya a ese preocupante desinterés.

Sin caer en los rigores de la ansiedad anticipatoria, hemos de reflexionar en serio sobre las formas de gobernar que no graviten en torno a lo venidero, y que se empeñen en cambio en poner a prueba nuestro aguante a ritmo de ocurrencias y majaderías varias. La tranquilidad que produce contar con responsables capaces de avizorar el horizonte es, sin duda, la cara opuesta del profundo hastío provocado por quienes se limitan a insistir en un presente plagado de ruido sin nueces, de bronca callejera e institucional y de camelo.