Ya estamos donde era de prever y lo más probable es que el conflicto se agrave en la calle y nuevas actuaciones judiciales se sumen a las ya iniciadas contra los promotores de la secesión, y gubernamentales como la decisión del Ministerio del Interior de asumir el mando de los Mossos. Sube la tensión y en ese escenario, más que los acontecimientos concretos, previsibles casi todos, llama la atención la actitud de los cientos o miles de personas, jóvenes en gran medida, que, estelada en alto, ocupan las calles y se manifiestan delante de los edificios que albergan departamentos del gobierno catalán, establecimientos policiales, dependencias de los tribunales y, últimamente, en la Universidad. La actitud festiva, risas, abrazos, lemas y cánticos humorísticos o rebeldes, sentadas y concentraciones como las de aficionados festejando el triunfo del equipo, la actitud, digo, transmite un mensaje de civilidad, amabilidad y optimismo por completo ajeno a la gravedad de la situación. Nada que ver con la carga dramática propia de momentos como el que protagonizan, al parecer, sin ser conscientes de ello. Nadie les ha explicado lo que es romper la integridad territorial de un Estado e iniciar la creación de uno nuevo a costa de aquel. Nadie les ha explicado el coste real de un proceso de independencia. El coste económico como poco y el personal. Nadie les ha explicado que una decisión unilateral puede desembocar en violencia. Les han hecho creer, Puigdemont, Junqueras, la CUP e Iglesias, que Franco aún gobierna, que en España no hay Constitución ni democracia sino una dictadura empeñada en robarles su identidad y su dinero. No les han explicado nada, les han convocado a la independencia como quien invita a un concierto y allá van convencidos como están de que tienen derecho y de que todo se puede conseguir con solo quererlo. Es, al fin y al cabo, el mensaje consumista que reciben a diario. Asombra tanta risa y tanto buen rollo en momentos tan serios. Deberían avisarles de que les han engañado porque la independencia no se regala.

Y llegará el día después, ese día sobre el que se han abierto las apuestas. Las hay bienintencionadas que hablan de abrir diálogos y reformas constitucionales pero no pasan de ahí. Las hay cínicas que quieren propiciar cambios para acomodar a Cataluña en España porque desde 1978, cuando en Cataluña se votó la Constitución más que ningún otro sitio, las cosas han cambiado. Lo sostienen quienes más han trabajado para que Cataluña dejara de estar cómoda. Los que olvidan al resto de comunidades y rechazan compartir decisiones. Los que más han enredado para adelgazar las

competencias estatales y fortalecer las de Cataluña. Los que han postulado un poder judicial propio, la exclusividad curricular del catalán en la educación, la presencia internacional de Cataluña y, en fin, los que durante décadas han ido preparando el proceso que ahora les quema las manos. Como si la desafección de Cataluña fuera de exclusiva responsabilidad del PP; como si no se hubiera alimentado incesantemente desde ámbitos educativos, académicos, intelectuales, periodísticos y religiosos independentistas; como si la desafección hubiera sido cosa de magia. Mi impresión es que el acomodo por medio de una reforma constitucional se hará esperar por difícil y por inconveniente. O por imposible si se pretende, como dice Urkullu, una España confederal. Mucho más viable, no digo fácil, sería ir cambiando el discurso independentista y excluyente puesto en circulación hace décadas por otro más cercano al que hizo realidad el apoyo catalán a la Constitución en diciembre de 1978.