No sé si con esa frase, pero el gesto que yo vi entre el monitor y el alumno respondía a tal imperativo. Me encontraba ejercitándome en una de las cintas de correr del polideportivo San Diego situadas en el piso alto, y a través de la cristalera que nos separa del recinto de la piscina contemplé lo que acabo de contar: el profesor de natación dice algo a un crío de 3 o 4 años que ha gateado por el borde después nadar un cuarto del largo de una de las calles de la piscina, y ambos se golpean las palmas de la mano. ¡Chócala muchacho! Sería sin duda la felicitación por lo logrado; un parabién de ánimo para próximos intentos. Qué afortunado debió sentirse el crío, tanto como yo que lo había contemplado a distancia y que, sin embargo, me metí en la piel del chavalín y me sirvió para valorar una vez más las ventajas del estímulo y los elogios más que la frialdad ante el simple reconocimiento del deber cumplido, o la ruda exigencia de un "en la próxima hay que hacerlo mejor". Sin pensarlo más, la mañana de aquel domingo me dije que ya tenía tema para hoy.