Penúltimo artículo antes de la Navidad, con el mes de diciembre metido ya en su segunda decena, descontando pocas jornadas antes de que el año termine. Días intensos, donde todo parece que confluye en diversos terrenos, quizá con el ánimo de que la inminente llegada de 2018 marque un mucho mejor terreno para la convivencia y el progreso colectivo, que es de lo que se trata. Ojalá.

Pero de todo eso ya hablaremos. De los escenarios políticos que vendrán, y del estado de nuestra sociedad, hoy, desde diferentes puntos de vista. Hoy, en cambio, tomando el testigo del Día Internacional del Migrante, celebrado hace muy escasas fechas, les propongo ese tema para compartirlo ahora. Hablemos de migraciones y, sobre todo, de sus protagonistas.

Miren, desde la más remota antigüedad, la Humanidad ha tendido a moverse, en la medida de las posibilidades de cada momento. Cuando nos desplazábamos sólo a pie, o ayudándonos únicamente mediante animales, esto ya ocurría. Grupos humanos nómadas iban cambiando de un territorio a otro al agotarse sus recursos, que no producían y sólo recolectaban. Y, aún superada tal etapa, las diferentes etnias siempre han querido salirse del marco estricto de su territorio. Bien por medio de conquistas, de expansión de sus mercados, de exploraciones con fines diversos, de acopio de materias primas, de misiones religiosas, o para conocer qué había detrás de nuestro particular Rubicón, los humanos nos hemos metido desde bien antiguo en el territorio del de enfrente. Tanto a título colectivo como individual, las personas nos movemos. Forma parte de nuestro carácter. Y esto ha sido así incluso cuando los regímenes más totalitarios y las prohibiciones más estrictas marcaron rígidas normas para entrar en sus territorios o salir de ellos. Pretender lo contrario es poner puertas al campo. Somos, por naturaleza, migrantes.

Pero entenderán ustedes que tal característica se haga mucho más acusada cuando el fétido aliento de la guerra, la muerte y la barbarie amenaza a tu prole. O cuando las posibilidades de que lo haga, si no te mueves, son infinitas. O cuando no tienes nada que llevarte a la boca, día tras día, semana tras semana y mes tras mes. O cuando hace tiempo que, en el lugar donde vives, no hay futuro, y ni siquiera hay un presente. Entonces es cuando el acto reflejo de salir corriendo se pone en marcha, y uno gasta sus escasas energías, más magros recursos y aún menor probabilidad de éxito en hacer lo que sea para salir del polvorín sobre el que ha vivido, bien porque siempre ha sido así, o bien porque el devenir de los acontecimientos ha transformado de tal guisa lo que un día era un territorio próspero.

Con todo, hay situaciones en las que las personas o migran, o migran. Y, claro está, migran. Eso no es extraño ni malo. La pena es que el estado actual del ordenamiento global favorezca que haya toda una industria ilegal e inmoral que se aprovecha de tal situación y tan legítimo impulso, traficando con estas personas y, con frecuencia exprimiendo lo poco que les queda a cambio de nada o de casi nada, prometiendo un Eldorado que no existe, y a veces incluso dejándolas abandonadas en medio del desierto o del mar. Una industria nunca suficientemente combatida, y que está detrás de una buena parte de los flujos migrantes en Occidente. Una industria con intereses concretos, actores definidos y pingües beneficios tras la estela de muerte que deja a su paso. La industria que obtiene valor, precisamente, de la necesidad y el impulso de migrar.

Muchos son nuestros congéneres que, en contra de lo deseado, no encuentran algo mejor como fruto de su periplo. Cada año son muchas las personas que se quedan en el mar, hasta que alguien les recoge flotando boca abajo. No son meras víctimas colaterales. Son parte de un desastre, al que no podemos permanecer ajenos. Pero la rueda sigue, porque cada día hay nuevos brotes de violencia en los avisperos enquistados de la Humanidad. Y, cada día, nuevas personas que antes ni se lo plantearon -como usted o como yo- tienen que liarse la manta a la cabeza y salir pitando antes de que sea demasiado tarde.

Hay también historias de éxito. Personas que viven entre nosotros procedentes de otras latitudes y que actúan como embajadoras culturales de otros pueblos. Personas que nos acercan valores importantes, que a veces se nos quedan un poco atrás en la modernidad de los tiempos líquidos. Y personas que nos iluminan con toda la riqueza de su experiencia, dura y llena de humanidad. Hay inmigrantes y emigrantes por mil y una razones, pero todas se sustentan en la necesidad de una vida mejor. Algo tan connatural a nosotros mismos, que no podemos dejar de comprender.

Soy de los que cree que hay que establecer una lógica y un orden en el tratamiento de los flujos migrantes. Pero también de los que dicen que esto no puede ser esgrimido como excusa o como embudo infinito, con el único objetivo de ralentizar o parar estos. Vivimos en el tiempo de la mezcla y esto, en sí, es una gran oportunidad. Tiene peligros, por supuesto, pero hemos de saber abordar estos con templanza y firmeza, capacidad, recursos y estrategia, para que los mismos no nos distraigan la atención de lo que verdaderamente es importante. Y estas son las pers onas, sin distinción de razas ni credos, características personales o de grupo. Personas migrantes, que son personas, y que siempre -mucho más allá de los tópicos- tienen una historia personal que contar.