Esa es la consecuencia primera y más relevante de las elecciones porque, salvo para quienes viven de negar la evidencia, lo cierto es que el independentismo no ha conseguido ni uno solo de los objetivos proclamados desde la Diada de 2012 con ruido y reiteración. Cataluña sigue siendo una comunidad autónoma dentro del marco que forman el Estatuto de 2006 y, por encima, la Constitución de 1978. Lo demás, las soflamas, los amagos y las promesas han quedado en fuegos artificiales que suben deprisa, iluminan el cielo, encandilan unos segundos y caen dejando el suelo lleno de varillas, tubos de cartón y trozos de plástico y metal. Los resultados han venido a corroborar con precisión lo ya sabido, que el 46,5%, está hoy por el independentismo y el 43,5% por la conservación de Cataluña en España, y que con el 9% los votantes de Colau e Iglesias están por lo contrario de aquel y de esta. Así las cosas ahora toca gobernar una realidad económica, social y política que ha empeorado notablemente con menos empresas, menos inversión y más paro; con fractura social y endurecimiento en las relaciones personales y con más dificultades para formar un gobierno estable para cuatro años en una Cataluña que ha tenido elecciones en 2010, 2012, 2015 y 2017. Con diecinueve diputados imputados, fugados unos, otros en prisión y otros en libertad provisional con fianza, el panorama de Junts per Catalunya y Esquerra es más que complicado y desde luego no está para echar cohetes y celebrar las bobadas diarias de sus dirigentes. Su mayor empeño es lograr un imposible, dejar en papel mojado sus delitos y anular al magistrado Llarena como si nada hubiera ocurrido, esa manía tan española de borrar la historia que Fernando VII inició con la Constitución de Cádiz. Un empeño imposible porque la separación de poderes y la independencia judicial no son un cuento como bien saben los diecinueve y los que puedan acompañarles al banquillo. Por eso es solo un entretenimiento indagar si Puigdemont será o no diputado, investido y nombrado presidente de Cataluña. Más fuegos de artificio. Los dos partidos tendrán que pactar un candidato y un gobierno sin riesgo de banquillo, y un programa de acción dentro de la legalidad y de las posibilidades de una realidad económica, social y política que es la que es y no la que han venido contando. Y eso con una muy solvente y decidida Arrimadas como jefa de la oposición. No, no lo van a tener fácil los partidos independentistas. Y no deben ponérselo fácil Rajoy ni el gobierno que preside. Cataluña es una más de las diecisiete comunidades autónomas y ha de recibir el mismo trato, sin concesiones, porque para ejercer su autogobierno no necesita más que su estatuto y sus instituciones y es en ese marco donde deben sus gobernantes acomodarse, gustosamente o a regañadientes, como vean. Conllevancia.

Otras consecuencias de las elecciones se irán viendo. Rajoy, de momento, no convoca elecciones y, entendiendo bien el alcance del fracaso del PP, anunció conversaciones con Arrimadas en las que debería ofrecerle el máximo apoyo y pedirle una detallada y exigente lista de las actuaciones del Estado en Cataluña que la jefa de la oposición considera imprescindibles y urgentes. El Estado tiene que hacer entender de manera clara en Cataluña que el independentismo tiene sus costes y que el unionismo es más fructífero, y tiene que dejarse de amables concesiones, silencios e inhibiciones que el independentismo considera como debilidades y devoluciones de derechos y poderes que nunca tuvo. El PSC gana un escaño y sube ochenta mil votos pero sigue de cuarto y languideciendo en vista de lo cual Sánchez, vaya novedad, arremete contra Rajoy. La bajada de la CUP y de los Podem aportarán algo de sosiego y son dos buenas noticias.