Comienza marzo, señores y señoras. En un día. Mañana cambiaremos la hoja del calendario, en esta eterna espiral de suma y sigue que es el paso del tiempo. Algo que no me canso de expresar en este contacto que tenemos dos veces por semana, aunque sea sólo a modo de recordatorio en este par de líneas iniciales de la columna. Pero el tiempo es importante. Es la única coordenada del espacio-tiempo que fluye siempre en un único sentido, de forma inexorable y, como decía Ortega, hasta dramática. Es nuestro bien más preciado y, a la vez, el más escaso. Tengan ustedes en cuenta que, desde nuestro último contacto hace cuatro días, algunos de los que estaban ya no cuentan en la nómina de los vivos, mientras que otros habrán llegado. Sí, ese tiempo es nuestro tesoro. Y es importante ser consciente de ello.

Dicen los mentideros, además y ya entrando en harina, que precisamente el tiempo lo cura todo. Que pone a cada cosa, y a cada persona, en su lugar. Y que el mismo termina haciendo siempre justicia. Ojalá. Porque lo contrario nos abocaría al siempre terrible escenario de la impunidad. De la percepción generalizada de que el que la hace, no la paga. Y que, por tanto, al mismo le sale barata su acción punible. En los lugares en que tal impunidad está presente, y alguno he tenido ocasión de conocer en cierta medida, está servido el desastre. La sociedad, por mucho que intente lo contrario, termina así colapsando acechada por la violencia, la falta de oportunidades, el matonismo y la existencia de una verdadera jungla en la que todo vale...

Vivimos en una sociedad desarrollada, donde la impunidad como tal y en palabras gruesas no tiene cabida, de forma generalizada. Pero donde hay que permanecer muy despiertos, cuidando al máximo no sólo la realidad, sino los gestos asociados a la misma, para que ni siquiera la sombra de impunidad tenga cabida entre nosotros. Y es que, si esto no fuese así, podríamos llegar a pagar un precio muy grande.

La impunidad hace mella entre nosotros cuando sucesos luctuosos y graves ocurren. Fíjense en el terrible crimen de Susqueda, al que aludí en alguna ocasión, y que se llevó la vida de dos jóvenes personas, de una forma durísima, terrible e inexplicable. Ahora parece que, al menos presuntamente, los investigadores han encontrado a quien podría haberlo cometido. Y esto es importante, no sólo por lo que representará para las familias y los círculos más próximos de las víctimas. Lo es también por lo que significa en términos de reducción de dicha impunidad, uno de los factores clave de éxito a la hora de construir algo que se parezca a una sociedad libre, moderna y democrática.

Pero hay más. La impunidad también puede lastimarnos desde ámbitos tan escandalosos como el de los innumerables casos de corrupción presunta o firmemente generados y orquestados al calor de la política o de las instituciones del Estado, como los que se instruyen y juzgan en nuestro país desde hace años. Si estos no se aclaran definitivamente, y si, en caso de culpabilidad, no hay sentencias claras y ejemplares, podría haber una escalada de dicha percepción de impunidad. Y esto no es baladí. Este tipo de impunidad es especialmente lacerante en términos de construcción democrática.

La impunidad o su percepción nos puede afectar también desde otros ámbitos, como el de la mala gestión manifiesta y ligada a resultados desastrosos. Esto lo hemos vivido en el caso de determinadas cajas y bancos, que todos hemos rescatado con cuantiosas inyecciones de dinero que difícilmente revertirán en el conjunto. O incluso en el terreno de la inacción, en la dejación manifiesta de funciones que podría afectar a determinados órganos legislativos, pongamos por caso, si no se desbloquea definitivamente la posibilidad de poner en marcha la acción de gobierno, que a todos nos urge y nos interesa. Y es que parece que, se haga lo que se haga o no se haga nada en absoluto, importa exactamente lo mismo. ¿No tendrían que estar previstos determinados mecanismos para impedir que esto no sea así, en una búsqueda efectiva y urgente del bien común?

En un país como el nuestro, paraíso de la difamación, en el que la impunidad es real cuando hablamos del escaso respeto al derecho al honor y a la propia imagen, sería importante acotar también esto. La percepción de halo negativo y las ganas de hablar mal de los otros sin fundamento son especialmente patentes aquí. Quizá, por no saber sumar y sí restar, así nos va.

Les dejo, con la esperanza de que nuestra sociedad luche de verdad contra todo tipo de impunidad. Y es que la misma, no tengan duda, es el mejor caldo de cultivo para la destrucción más absoluta.