Buenos días. Déjenme que tome hoy prestado el título del nuevo libro de Francisco Castaño La mejor medalla: su educación, para hablar precisamente de ese trabajo que nos ofrece -y ya lleva unos cuantos- editado por Grijalbo. Y, a partir de ahí, para abundar hoy, en esta columna, en tal tema. El del binomio deporte más educación, que tantas posibilidades puede darnos a la hora de insuflar valores positivos a los más jóvenes.

Y si lo hago no es por otra razón que la de mi convencimiento, coincidiendo con el autor, de que el deporte no es sólo un excelente medio para ganar en salud y para procurar a cualquier persona un ocio saludable, sino también, nítida y contundentemente, para educar. Y es que, en la época de la innovación educativa ligada a lo tecnológico, y del advenimiento de muchas posibilidades antes inéditas a partir de este hecho y de un mucho mayor conocimiento en la aproximación neurológica al aprendizaje, muchas de las antiguas recetas siguen estando vigentes.

Y una de estas -clásica donde las haya- es, sin duda, la de la práctica deportiva. Porque pocos campos hay tan atractivos para cosechar un plus educativo, como el de la práctica deportiva. Haciendo deporte conocemos nuestros límites físicos y psicológicos, convivimos con unas normas que no nos podemos saltar, tenemos claro que sólo el esfuerzo continuo y la perseverancia nos pueden llevar a nuestros objetivos, y aprendemos a ganar y a perder, a trabajar en equipo y a compartir. Haciendo deporte, pues, trascendemos el propio hecho de la disciplina que estamos practicando, para pasar a trabajar valores universales, tan necesarios en la vida personal y profesional.

Pero todo ello, sin perder la lógica de nuestros actos. Y aquí vuelvo a coincidir con el autor de La mejor medalla: su educación en que es importante tener claro cuál es el objetivo de tal práctica deportiva en cada una de las etapas y edades de nuestros hijos. Estos días saltaba a la palestra la disculpa pública de un pequeño por el vergonzoso comportamiento de su padre en la grada, elemento recurrente en los torneos de los fines de semana en bastantes disciplinas y escenarios. Se trata, en primer lugar, de que los niños y las niñas se lo pasen bien. Que estén cómodos consigo mismos y con sus compañeros en la práctica deportiva. Y, por supuesto, que vivan unos valores positivos, orientados al respeto, la deportividad, el saber perder y el saber ganar, disfrutando de la tarea emprendida. A partir de ahí, ya se verá si tal prolegómeno lleva al deportista novel a un futuro que tenga que ver con el deporte de alto rendimiento o al deporte como profesión. Tiempo al tiempo, y sin que se produzca una regresión en los valores que queremos fomentar.

Estoy convencido, además, de que el deporte es un claro antídoto contra comportamientos autodestructivos, muy presentes en nuestra sociedad. El deporte bien entendido es enemigo del alcohol como forma de ocio, de las sustancias estupefacientes para explorar límites de uno mismo o de una socialización ligada exclusivamente a la noche, a estímulos de alta intensidad, y a la falta de buenos hábitos de vida. El tabaco, que tanto daño hace, tampoco tiene cabida en personas saludables que entienden la disciplina deportiva como una proyección de su propio bienestar. La práctica deportiva implica estadísticamente jóvenes mucho más sanos, en el sentido más amplio de la palabra, incluyendo su propia autoestima y su relación de respeto con los demás.

Felicito al autor por seguir incidiendo, a través de su obra, en algo que para mí es nuclear en nuestra sociedad. Me refiero al hecho de que una educación mejor traerá una convivencia de mucho más alta calidad. El deporte, también fin en sí mismo, es un excelente instrumento para aportar un plus en dicho objetivo colateral.