Era muy pequeña cuando, en una visita al Cementerio de San Amaro con mis abuelos, me perdí durante casi una hora. Estaba perdida para ellos y para los operarios que les ayudaron en la búsqueda entre las interminables hileras de nichos y tumbas. Pero, desde mi punto de vista, no estuve perdida en absoluto. Sólo de exploración. Tengo recuerdos difusos y extraños, propios de la primera infancia, y alguna imagen nítida, como la de un nicho antiguo a la altura del suelo cuya tapa de piedra había caído y tenía medio derruidos también los ladrillos bajo ella. Me recuerdo en cuclillas, llena de curiosidad, intentando avistar algo en aquella negrura hueca sin conseguirlo. En mi paseo, me detuve con deleite ante las imponentes estatuas aladas y mausoleos adornados de fieras gárgolas y, finalmente, me asomé a la ventana en forma de cruz que hay en la zona de ceniceros y que hoy mira al paseo marítimo, pero entonces a un acantilado abierto a un océano infinito.

La fascinación por la belleza, misterio, melancolía, amor, dolor y poesía que contiene San Amaro no ha hecho sino crecer conmigo. Hace unos días contemplaba en una lápida una foto de hace dos siglos, en la que una niña de unos tres años posaba con sandalias y un vestidito blanco. El tiempo había emborronado su rostro y el mármol no recogía su nombre. De aquella tragedia lejana, ya sólo queda esa foto estropeada. A mis espaldas, apoyada en otro nicho, una mujer lloraba.

La decadencia se ceba en las tumbas centenarias que, a menudo abandonadas, se desintegran sin remedio. Relieves, letras, ornamentos, jarrones y adornos quiebran y desaparecen. El inmenso y bello camposanto merecería mejores cuidados, protocolos que frenasen el deterioro y preservasen la memoria, tanto de los admirados y gloriosos, como de los olvidados.

El patrón, San Amaro, es sin duda muy apropiado. Para la ortodoxia católica fue un peregrino que estableció en Burgos un hospital para pobres en el S.XIII. Pero para la tradición en Galicia, Asturias, Portugal e Irlanda, San Amaro es mucho más. Enraizado en los immrama irlandeses, el Santo Amaro era un monje empeñado en encontrar el Paraíso, que construyó un barco y viajó por el océano Atlántico y sus islas conociendo maravillosas aventuras. Al final de su viaje, llegó efectivamente a la puerta del Paraíso. No le dejaron pasar pero el portero le permitió mirar por un instante por el ojo de la cerradura antes de expulsarlo. Cuando regresó al lugar donde había dejado a sus hombres, encontró una nueva ciudad y que, en ese instante de contemplación de la Gloria, habían transcurrido casi trescientos años.

El relato de las vidas del Santo Amaro, hoy olvidado, fue popularísimo en Galicia durante casi quinientos años. Y sin hacer de menos los méritos del monje que fundó el hospital en Burgos, no tengo ninguna duda de que quienes decidieron nombrar San Amaro al camposanto coruñés, no estaban pensando en aquel pío fraile.

Casi puedo imaginar a aquellos hombres, en los primeros años de 1800, pergeñando su proyecto de un cementerio para Coruña en aquel lugar baldío, mirando a la Torre de Hércules y al océano desde lo alto del acantilado, y acudiendo a su memoria el relato familiar de un buen guía para las almas coruñesas, el Santo que construyó un barco y conocía, nada menos, que las rutas que cruzan los mares atlánticos y llevan hasta la misma puerta del Paraíso.