Hubo un tiempo en el que el destino de cada persona estaba señalado desde el nacimiento. Cambiar el futuro marcado por una pobreza de cuna era un imposible o una rareza inaudita. De niña me gustaban los relatos sobre personajes infantiles que luchaban contra un mal destino y se sobreponían a la orfandad, la pobreza y el hambre, como Oliver Twist y David Copperfield de Dickens o el infatigable Hormiguita descrito por Julio Verne en las Memorias de un niño irlandés. Historias épicas protagonizadas por niños que, contra todo pronóstico, salían adelante sin perder jamás una brújula ética a prueba de fuego.

Quizá mi generación haya sido de las primeras que nacieron ya en una España dotada de un sistema educativo y de becas, y una clase media lo suficientemente sólida para que, prácticamente todo el que quiso estudiar, pudiese hacerlo. Entre los grandes profesionales de éxito de hoy, ya una gran parte puede contar cómo ha llegado a su situación desde una historia familiar humilde, de génesis probablemente rural, quizá marcada por la emigración, el pluriempleo y, sin duda, los muchos sacrificios de padres o abuelos.

Ya no sólo se hacía abogado el hijo del abogado, o médico el hijo del médico... Algunos se vieron empujados a estudios que la familia creía una garantía de éxito, y conozco a no pocos licenciados en Derecho, Arquitectos o Médicos que nunca debieran haber tomado ese camino. Otros, ante la falta de referentes, se dejaron llevar por un impulso o por películas y series de televisión. Parecía que en toda redacción de periódico habría un Lou Grant, que cada abogado tiene en sus manos la vida de un inocente y que ser médico supone hacer cada día un jaque a la Muerte. Todos deseamos ser héroes.

En la madrugada del miércoles ha fallecido Stephen Hawking. En todos los medios se suceden imágenes de su vida y reparo en una concreta, de hace años, en una Universidad. La sala está rebosante de jóvenes que miran al ponente pequeño y retorcido en su silla de ruedas con rostros concentrados, admirados y absortos. Se percibe que beben de la pasión del brillante científico, aunque es improbable que todos le entiendan. Él ha sido un héroe. En más de un sentido.

Viendo esa imagen, recordé que, cuando yo tenía quince años asistí a una conferencia que el Nobel de Medicina Severo Ochoa dio en Coruña y que, extrañamente, se titulaba El Hobby. Apareció acompañado por Carmela Arias en el recibidor del Cine Avenida, abarrotado de gente y nos habló de su trabajo con amor y pasión. De cómo la suerte le había favorecido con una profesión que él jamás vio como trabajo, sino como aquello a lo que cada día deseaba dedicar todo su tiempo y que era su fuente de placer, diversión y gozo. Creo que para todos los que estábamos allí estas afirmaciones supusieron una inspiración. Quizá también provocaron un pequeño hálito de envidia. Al fin y al cabo, un trabajo que cubra las necesidades económicas es una necesidad. Pero cuando también satisface todas las ambiciones del alma, es que te ha guiñado un ojo la diosa Fortuna.