Sesenta y una marcas e instituciones del cuero, la gastronomía, los hoteles y resorts, la joyería y relojería, el mobiliario y la decoración, la moda, los perfumes y cosméticos, la salud y el bienestar, los vinos y destilados y las armerías, presididas honoríficamente por Enrique Loewe han pedido a la Academia Española que mejore el significado de la palabra "lujo". La institución se ha comprometido a afrontar esa necesidad social (en la segunda acepción).

La definición actual viene de tiempos más austeros en los que, todo lo que no era necesidad, resultaba lujo y aunque quedaba lejos, empezaba pronto. Obsérvese: 1. Demasía en el adorno, en la pompa y en el regalo. 2. Abundancia de cosas no necesarias. 3. Todo aquello que supera los medios normales de alguien para conseguirlo.

Bien se entiende por qué el idioma español es llamado castellano. Las definiciones están escritas con tinta cristiana y occidental -si no se mira a Roma- para la que el lujo es "asiático" u "otomano". Late en la primera acepción que el lujo es el pariente rico de lo hortera en esa franja dorada que comparten los jeques del poniente, las marquesas meridionales y los grandes narcotraficantes que surcan las tierras y los mares. El lujo y la cocaína comparten la aspiración. La tercera acepción desnuda el lema del aspiracionismo de clase media: "Un lujo a su alcance". Si está a su alcance no es un lujo.

Carlos Falcó dio su propia idea de lo que significa "lujo": algo singular en lo que participa la emoción, que busca la cultura y es irrepetible. Luego el peluco de diseño y oro cae en la muñeca del cazador que mal se distingue de la bestia que abate y en el dedo que se chupa para pasar las hojas del ¡Hola! pero que no lo delate el diccionario, que también está mal escrito para los ricos.