Hubo una vez, un muchacho de diecisiete años que heredó una corona y un reino medieval. Se llamaba Alfonso y, como suele suceder, no se lo pusieron fácil. La segunda mujer de su padre argumentaba que era un bastardo porque el matrimonio de su madre había sido anulado por la Iglesia, y que su propio hijo, más joven aún, era el auténtico rey. Por su parte, la Iglesia y la nobleza afilaban los cuchillos y apostaban por uno u otro de los jovencísimos herederos, buscando manejarlos y hacerse con el poder. Mientras, los Reyes de reinos vecinos esperaban como lobos hambrientos una inestabilidad que les permitiera apropiarse de territorios y derechos.

Pero alguien se había ocupado de que Alfonso recibiese una sólida educación. El chico conocía al dedillo las leyes, y los aciertos y errores de los mandatarios que le habían precedido. Armado con este conocimiento y eligiendo bien en quién apoyarse, supo maniobrar para ser reconocido como el legítimo Rey y, ese mismo año, sin haber cumplido aún los dieciocho, de un solo plumazo se ganó la lealtad de la gente y paró los pies de nobleza y clero, al convocar y presidir las primeras cortes de Europa con representantes elegidos por los ciudadanos.

La jugada política fue magistral y tan avanzada a su tiempo que los ingleses, que fueron los siguientes, tardaron casi cien años en hacer lo mismo. El muchacho embridó a los dos grandes poderes del estado y dio voz al pueblo por primera vez. Y así, en el año 1188, nació el reinado de Alfonso, de la Casa de Borgoña, Rey de León, Galicia y Asturias, el noveno de su nombre.

Alfonso había llegado para cambiarlo todo. De jóvenes nos creemos inmortales y somos temerarios, y este Rey casi adolescente no dudó en desafiar a los poderosos y apostar por ideas modernas que ponían coto a los abusos a través de la Ley, por crear infraestructuras y facilitar un comercio que enriquecería a las gentes -y al propio reino a través de impuestos-, y por una idea innovadora que sólo se había experimentado dos veces y que, años más tarde puso en marcha en Salamanca, llamada Universidad.

Cuando Alfonso tenía unos 30 años, alguien llamó su atención sobre una península al noroeste de Galicia. Había sido, cientos de años atrás, un lugar de cierta importancia comercial conocido por una imponente construcción romana atribuida a Julio César, la Torre de Faro. Pero durante siglos los vikingos habían hecho una incursión tras otra, robando y asesinando cada vez que se dirigían al sur, por lo que la población se había marchado y en la pequeña península sólo quedaban algunos pescadores y las ruinas de lo que en tiempos remotos había sido. Ruinas de las villas romanas, de la necrópolis, del puente de 24 arcos que entraba en el mar, del propio altísimo faro semidestruido que vigilaba las costas de una ciudad fantasma.

Pero este rey y su gente, eran eruditos y visionarios. Vieron lo que antes que ellos habían visto ártabros, fenicios y romanos: que ése y no otro era el emplazamiento idóneo para el desarrollo de las rutas comerciales marítimas. Es el año 1200, ha empezado un nuevo siglo, y Alfonso toma una decisión, aunque suponga enfrentarse de nuevo a arzobispos y poderosas órdenes monacales; aunque desafíe a las grandes casas en territorios dominados por ellas, insuflará nueva vida a las piedras muertas y convertirá el pueblo de pescadores llamado Crunia en una próspera ciudad de hombres libres y uno de sus grandes legados para la historia. (Continuará?).