Buenos días de verano tengan ustedes! Superado el Rubicón del 21 de junio, día de solsticio y de mi santo, nos hemos metido ya en la harina del estío. Si son ustedes de los que disfrutan con ello, genial. Les deseo lo mejor. En mi caso, les informo de que ya estoy un poco hasta el moño de los calores y los sudores, con los lugares que me gustan y que he elegido para vivir absolutamente atiborrados de personas, y siendo verdaderamente difícil tomar un café en la terraza favorita de uno, comprar algo en el mercado o incluso aparcar. Todo a tope, aunque la cosa no haya hecho más que empezar... ¿Se lo imaginan en pleno agosto?

Pero bueno, no seamos rosmones. Ahora toca verano, y ya está. Disfrutemos lo que podamos disfrutar, cada uno con su medida y su talante, y procuremos no angustiarnos demasiado con los inconvenientes. Porque es bien cierto que nada en la vida es absolutamente plano. Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes, sus pros y sus contras. Y sí, incluso el verano tiene cosas buenas. Claro que sí.

Y no me interpreten mal. Que diga que no me gusta el verano no significa nada más que eso, que el calor tan exagerado y el ocio de todos a la vez hacen que esta no sea mi estación favorita. Pero nada más. Fíjense, me apasiona la playa, por ejemplo, aunque para mí la misma sea una experiencia salvaje, casi telúrica, de contacto con la Madre Naturaleza. Por eso no, no me gusta la playa toalla con toalla y con varios partidos de fútbol a la vez, la playa urbana -aunque reconozca que tener Orzán-Riazor en el centro de la ciudad, o la fantástica San Amaro es un lujo- o los arenales con servicios de todo tipo. Precisamente porque me gusta la playa no me gusta cualquier playa, a cualquier precio. A mí me gusta la playa tranquila, donde no se oye nada y no se ve casi a nadie, donde uno se funde con el paisaje, y donde el silencio es una virtud. Y de eso, sabiendo buscar, también hay mucho y muy bueno en nuestra querida Galicia. Y tanto.

En cualquier caso, no les iba a hablar yo hoy de verano, aunque uno se inspira y... ya ven. Iba a volver sobre uno de los temas que más me interesan, y que transversal o directamente hemos tocado ya muchas veces. Iba a hablar del hecho más sencillo y más complejo: iba a hablar de vivir. Algo que a veces en la literatura se asocia a la primavera y al verano también, fíjense, pero de la propia existencia. De primavera y verano, entendidos como juventud, y de invierno, asociado a los últimos años de la vida. Algo discutible, ya que el primer esquema es cíclico, mientras que el segundo tiene naturaleza lineal, con lo que creo que no cabe tal relación biunívoca... Además, el invierno también es regeneración, condición "sine qua non" para la ulterior explosión de luz, color y vida que se evidencia en la primavera, con lo que discrepo que se entienda como senectud...

Pero sí, hoy les hablo de la existencia misma. De su lógica, que no somos capaces de comprender. Del por qué estamos aquí, o para qué. De hasta cuándo podremos seguir contándonos cosas, o sintiendo precisamente el cambio de las estaciones. De la magia de vivir, y de la propia existencia de la no vida -la muerte- como condición necesaria para que la vida sea vida. De ese ideal romántico de vivir aquí y ahora, frente al abismo de lo desconocido, de lo ignoto, de lo simplemente vacío... De recoger ahora esas rosas, como dijo el poeta, porque la propia existencia individual se marchita, como sabio mecanismo de la Naturaleza para la mejora de las especies...

El tiempo pasa, sí. Y esa es nuestra única certeza. Sobre ella hemos construido infinitas capas de cebolla, como un sistema operativo social y personal complejísimo, dotado con instrucciones que, en muchos casos, tienen mucho de convención. Todo ese corpus, que nos ayuda a simplificar lo de cada día, a relacionarnos y a vivir de una determinada manera, a veces está reñido conceptualmente con la simple sensación de ir viviendo. De sentir lo más simple. De comprender lo más sencillo de la existencia, subidos a un geoide a velocidad de vértigo en esto que damos en llamar el Universo, en supuesta armonía con el resto de las criaturas que por aquí moran. Y es sólo cuando algo nos golpea, cuando falta alguien, cuando el corazón nos da un vuelco por una pérdida, que tenemos un arrebato de simplicidad ideológica -en el mejor sentido de la palabra- y nos damos cuenta de que vivimos dándole a una determinada manivela -de la producción, de la rutina, de lo que se espera de nosotros, de lo que sea...-, muchas veces sin planteárnoslo. Hay un antes y un después... pero que no suele durar más de unos días... Luego todos esperan que hagamos lo que vamos a hacer, y seguimos, en esa manivela infinita mientras las rosas quedan sin recoger...

Dedico este artículo a Antonio, compañero profesor de Literatura. Él tuvo la sensibilidad, mientras estuvo a tiempo de recoger sus rosas, de entender a Whitman, a Tennison y a tantos otros que nos advirtieron, tiempo atrás, de que primavera, verano, otoño e invierno tienen comienzo y fin, y fecha de caducidad. Ahora él ya no está, pero me está inspirando sentado en un parterre, enfrente de unas rosas preciosas. No las cogeré, porque están mejor así, vivas. Pero que sepa Antonio que viéndolas, pienso en la relación mágica de él, sus alumnos y su literatura, y aquel "Oh, mi capitán" que sigue emocionándonos. Verano e invierno. Mejor invierno...