Me acerco a Compostela el día de San Juan. Dejo atrás las playas de Coruña donde las gentes languidecen bajo el Sol tras la intensa noche de fiesta. Santiago ebulle de visitantes y las colas para entrar en la Catedral son interminables, pero mi destino está en el Museo Catedralicio donde apenas hay nadie. En el segundo piso se encuentra un bello claustro con una fuente de piedra llena de equilibrio y elegancia. Está seca y gris bajo el sol que aploma, pero puedo imaginarla, danzando el agua en el aire, con el cuarzo del granito refulgiendo entre gotas de humedad.

En uno de los laterales está la Capilla de las Reliquias. En el dintel de su puerta está esculpida una calavera flanqueada por antorchas en llamas. En su interior un retablo exhibe una sucesión macabra de relicarios exquisitos y en las paredes hay seis grandes sepulcros de quienes una vez ocuparon el desaparecido Panteón de los Reyes de la Catedral.

A mi derecha yace en piedra aquél a quien he venido a ver. Una placa informa de que se trata de la tumba de Alfonso IX, fallecido en 1230. Es lo que queda del hombre que hace 810 años otorgó un documento que decía: "... yo Alfonso... doy al Concejo de Crunia por término municipal de dos leguas... le concedo el Fuero de Benavente. Mando que no admitan por vecinos en la villa a militares ni a monjes, excepto a los de Sobrado... y todo el que cause mal o perjuicio al concejo... sufrirá mi cólera...".

En los años previos el Rey se había hecho con la propiedad del territorio, había construido muralla, fortaleza, viviendas e infraestructuras y ahora, por fin, le otorgaba Carta Puebla y una ley. Crunia sería "villa de realengo", y eso significa que nadie, salvo el Rey, la Ley y el Concejo, tendrían ningún poder sobre ella. Sólo la habitarían hombres y mujeres libres. Un concepto tremendamente moderno en un mundo al que todavía le faltaba mucho para funcionar así y que definió en los siglos por venir todas las decisiones de una ciudad que en cada conflicto, guerra o elección de la historia, siempre se posicionó a favor de la independencia y la libertad.

Repaso los detalles de la estatua del Rey. Las figuras de las otras tumbas no son personas, sino símbolos hieráticos. Comparo, por ejemplo, los extraños dedos curvados de la estatua de su padre con la delicada mano que descansa sobre el pecho de Alfonso, de dedos finos y largos en los que se distingue cada falange. Y el rostro, tan lejos de los toscos bosquejos de las demás estatuas, es el rostro natural de un hombre que duerme en calma.

A la vista de la calidad y humanidad de su tumba, creo que fue labrada con extraordinario mimo y dedicación. Quizá con el afecto que la gente de su tiempo sentía hacia el hombre que permitió participar al pueblo por primera vez en las decisiones políticas, que impulsó la economía y amplió el reino, que fundó villas, hospitales y la Universidad de Salamanca, que finalizó la Basílica románica de Santiago y fue el mecenas del Maestro Mateo al que otorgó cien maravedíes de oro anuales para que levantase obras maestras como el Pórtico de la Gloria.

En Coruña una pequeña calle en la Ciudad Vieja lleva su nombre pero no hay estatuas, ni otros honores que le recuerden. De algún modo se perdió casi por completo la memoria de quien sentó las bases de la ciudad y le imprimió su singular carácter.

La Carta Puebla se firmó en junio de 1208 sin especificar el día exacto en que el viejo Rey Alfonso rubricó con su nombre el documento. Pero bien podría haber sido el 24 y, quizá sin saberlo, lo hemos celebrado, como cada año, prendiendo diez mil hogueras en la fiesta coruñesa por antonomasia. Al fin y al cabo, mucho antes que la Virgen del Rosario, el primer santo patrón de A Coruña fue San Juan.