Hoy en día lo que no es emocionante no interesa. Usted seguro que ha visto ese vídeo del emotivo momento en el que un bebé sordo oye por primera vez. O ese otro de dos periodistas panameños desbordados por la emoción cuando suena por primera vez el himno de su país en un Mundial. Seguro que todavía se emociona al recordar la imagen del niño Aylan ahogado en 2015 en una playa turca. Sin ir más lejos, la pasada semana el mundo entero se emocionó ante la imagen de una niña hondureña que lloraba desconsolada mientras un policía yanqui comprobaba la documentación de su madre.

Los niños, las lágrimas, los himnos y las imágenes, sobre todo las imágenes, son combustible altamente inflamable para las emociones. Siempre oímos hablar de imágenes emocionantes, raramente un texto alcanza el honor de emocionar al mundo entero. Los medios de comunicación lo saben y buscan ese material incendiario para atrapar los sentimientos de su audiencia.

La desgarradora imagen de la niña hondureña de dos años se convirtió en símbolo de la implacable política de inmigración de Donald Trump, que pretendía separar a padres e hijos inmigrantes. Llegó a ser portada de la revista Time, en un fotomontaje, en el que su pequeñez y sus lágrimas se enfrentaban a un gigantesco y monstruoso Trump. La imagen fue decisiva y el inhumano presidente retiró de inmediato su disparatada iniciativa.

Todo sería perfecto, si no fuera porque la niña nunca llegó a ser separada de su madre. Habrá quien diga, vale ¿y qué? Al parecer otros dos mil niños, de los que no hay fotos tan elocuentes, sí que han sido arrebatados a sus familias. De ninguna manera se puede disculpar la manipulación de la imagen por servir a un buen fin. El que pierde la batalla de la verdad, dejándose llevar por los sentimientos -lo que es muy humano-, pierde la razón.

Apelar a los sentimientos de las personas es un juego peligroso, de impredecibles consecuencias. Lo vemos en nuestro propio país. El caso de La Manada, su discutida sentencia y la rechazada decisión de dejar en libertad provisional a los cinco condenados, ha desatado una carga explosiva de emociones. Sentimientos legítimos como rebelarse contra lo que consideramos injusto o hacer pagar al culpable por su crimen se han visto desbordados. Repentinamente, se han convertido en ansias de tomarse la justicia por la propia mano, divulgar la dirección de los detenidos, colocar carteles con sus fotos en los bares o pedir que ningún establecimiento les atienda. Eso ya no es justicia -salvo que consideremos justo el ojo por ojo-, eso es dejarse llevar por el sentimiento de venganza.

Puede entenderse el sentimiento de venganza en la víctima, pero la empatía -por mucho que nos duela la violación grupal- no nos puede llevar a sentirnos más heridos que la propia víctima, y menos en masa. Ese sentimiento pasional de venganza y también de defensa -de hecho fue declarada inocente-, fue el que llevó en 1993 a Lorena Bobbit -tras años de maltrato- a cortar el pene a su marido mientras dormía. Lorena confiesa hoy, desde la razón que propicia la distancia, que "fue un arrebato de locura".

Emotivo es también el nacionalismo. De un inofensivo sentimiento patriótico español, catalán o asturiano a una emoción desatada de nacionalismo hay un paso. Por eso apelan a las emociones las banderas y los himnos. Tanto La Internacional como El cara al sol -por elegir los extremos-, son capaces de hacer llorar al que los escucha con verdadera devoción. En suma, y por quitarle hierro, no es lo mismo un aficionado al fútbol que siente sus colores que un argentino fanático por sus colores que pierde los papeles.

Y hablando de psicología, sostienen los expertos que los sentimientos van apareciendo a medida que el cerebro va interpretando las emociones. Vivimos un tiempo obsesionado con lo emocional, marcado por la inteligencia emocional, en el que se nos pide alegremente gestionar las emociones, en el que se habla incluso de salario emocional -igual las emociones matan el hambre- frente al salario físico. Cuidado con vivir tantas emociones fuertes, esas que busca quien quiere vivir peligrosamente, porque la emociones fuertes nos ponen al límite de la sensatez.