Qué ligera tristeza comprobar que el habitual parto de montes entre las organizaciones empresariales y los sindicatos siguen pariendo ratones asombrosamente festejados. Su penúltimo preacuerdo, negociado durante interminables meses para ordeñar décimas, puntos y comas, se ha vendido como una suerte de "normalización" salarial una vez superada la recesión económica y después de tres o cuatro años de crecimiento sostenido del PIB. En lo que más se ha insistido es en la creación de un supuesto suelo salarial de 1.000 euros mensuales de salario en los convenios colectivos. Todo lo demás son pequeños aumentos porcentuales que apenas compensan el efecto de la inflación prevista para 2018.

La recesión económica que comenzó a crepitar en 2008 no es la causa principal de la caída de los salarios y la precarización de las relaciones laborales. Se limitó a intensificarla y agravarla. Desde finales de los años ochenta, es decir, en los últimos treinta años, el descenso de las rentas del trabajo es una tendencia global de carácter estructural. España produjo en 2017 lo mismo que en 2007, pero empleando 2,3 millones de trabajadores menos y gastando alrededor de unos 30.000 millones de euros anuales menos en salarios. Las empresas españolas no han mejorado su competitividad gracias a la adquisición de bienes de equipo o a la introducción de nuevos procesos organizativos o tecnológicos, sino mediante el abaratamiento de los salarios y una flexibilización bastante despiadada de las relaciones laborales.

El núcleo central de la reforma laboral de Fátima Báñez fue avanzar en esa flexibilización -la que ha parido una nueva subclase: el precariado- y reducir sustancialmente la capacidad negociadora de los trabajadores y sus representantes sindicales. Antes de la última reforma laboral del Partido Popular acuerdos como el presentado el lunes eran más fiables, más operativos, más respetados.

Uno de los efectos del marco laboral existente es, por supuesto, que esos grandes acuerdos son, objetivamente, documentos de intenciones o directrices generales de una aplicación más o menos problemática. Los sindicatos deben mantener las pelotas en el aire, como los malabaristas circenses, para distraer al público de su casi evaporada capacidad de influencia y movilización.

La situación de los salarios en España no comenzará a corregirse si no se impulsa una contrarreforma laboral que luche desde el realismo contra la dualidad del mercado de trabajo y al mismo tiempo contribuya a devolver capacidad negociadora a los trabajadores. Ya el presidente Pedro Sánchez ha explicado que nada de derogar la legislación laboral de la derecha, pero que a la momia de Franco le quedan semanas en Cuelgamuros. La última confusión que se escucha por ahí es que el aumento del salario mínimo interprofesional servirá para desactivar la pobreza creciente en el país. No. Menos del 50% de los trabajadores con menores ingresos viven en hogares en riesgo de pobreza. Más del 60% de las personas que firmaron un contrato laboral en 2017 lo hicieron por meses, semanas u horas. Y la subida del salario mínimo no afectaría a los cientos de miles de autónomos que sobreviven casi milagrosamente.

Un nuevo marco de relaciones laborales que combata la dualidad y la precarización abusiva y arrolladora de los últimos años. Una recuperación financiera de los servicios sociales y asistenciales del Estado de Bienestar para mejorar su eficacia y su eficiencia a la hora de redistribuir renta. Una recuperación de los derechos de negociación del trabajador sin desatender a factores como la productividad. Eso sería un cambio de rumbo, aunque solo se anunciara programáticamente. Aplaudir este acuerdo no demanda confianza, sino una actitud fideísta que no merecen ni patronales ni sindicatos.