Dudo que haya algún abogado en ejercicio al que no le hayan preguntado mil veces cómo es capaz de defender a un culpable. La pregunta renace con cada generación y para algunos no existe respuesta que les satisfaga. A veces, los hechos son tan terribles, que parece que la presunción de inocencia, el derecho a un juicio o a una defensa no fueran sino despreciable burocracia. Y si el caso es mediático, defensores y Jueces ya pueden vigilar sus espaldas ante los indignados.

A veces el mero hecho de pedir cautela es un riesgo. Nunca falta alguien que saque a tus hijos a colación y te pida que los visualices golpeados o violados como me pasó hace escasos días en una tertulia radiofónica. Cuando me preguntan qué haría yo con un agresor que causase daño a mis hijos, la respuesta es que tendrían que sacar sus restos de entre mis dientes. Pero mi reacción en ese caso, o la de cualquiera , nada tiene que ver con cómo debe actuar un Estado ante el delito. El poder de cualquier persona y el poder del Estado no son comparables. El Estado es un monstruo de siete cabezas, con capacidad destructora casi ilimitada que afecta a millones de personas y que debe estar atado con siete cadenas. Y lo está. A través de la Ley.

Algo hemos hecho muy mal durante años. Principios democráticos tan elementales no debieran suscitar tantas dudas a veces sobre los propios fundamentos del Estado de Derecho, ese parapeto que nos protege del horror.

Yo, como abogada, he defendido a "culpables". Muchas veces a lo largo de años. Siempre que he tenido que hacerlo. Salvo una vez.

En aquella ocasión, yo acababa de ser madre y el turno de oficio me puso ante un hombre acusado de agredir reiteradamente a una niña pequeña. No pude afrontarlo. No pude soportar la náusea hacia sus cínicas respuestas en la declaración ante el Juez y conseguí que otro profesional se hiciese cargo del asunto. Siempre me he sentido avergonzada de aquella huída, de no haber estado a la altura. Y lo digo porque yo sí creo. Creo firmemente en el imperio de la ley y en los derechos, incluso los de los monstruos. Creo que el derecho de cualquiera a una defensa con todas las garantías y a un juicio justo protege a la civilización y a toda la sociedad. Un exorcismo que mantiene alejada la turba, la arbitrariedad y el abuso de poder.

El caso de La Manada sigue produciendo reacciones casi cada día, a cada paso del proceso. Un maremágnum que mezcla conceptos técnicos con percepciones a flor de piel, buenas intenciones con malísimas ideas, falsedades manifiestas con deseos verdaderos de justicia.

El nuevo Gobierno plantea reformas legales urgentes -que no serían aplicables a hechos ya producidos- y habla de hacer una Ley que no pueda ser interpretada por los Jueces, y de que se parta de la ausencia de consentimiento en cualquier relación sexual salvo que sea expreso (y supongo que demostrable). A priori, ambas propuestas me plantean muchos y serios problemas. Habría de hacerse muy bien para no abrir una grieta en la presunción de inocencia.

El caso es que la presunción de inocencia y los derechos ante un proceso penal, son una cuestión de primer orden que nos afectan a todos. Derechos fundamentales que deben tratarse dejando a un lado presiones populares o cualquier tipo de urgencia mediática; siempre y sólo con cuidado, conocimientos, sabiduría y prudencia.