Conocí a Gerardo Fernández Albor hace doce años. Nos hicimos amigos y solía llamarme para charlar del Partido Popular, de la actualidad, de la historia, de personajes o anécdotas, para inquirir sobre mi carrera política o contarme sobré qué escribiría en su siguiente artículo. Era uno de los mejores conversadores que he conocido. Siempre ameno, divertido, coherente, sólido, irónico y humano. La verdadera inteligencia no se exhibe, sino que exuda inadvertida en cada palabra. Su saber enciclopédico jamás resultaba pedante, porque sabía relatarlo todo con naturalidad y un barniz de humor, contando historias como el gran narrador que era, y hablando de personajes históricos, no como elevadas figuras, sino como personas enfrentadas a sus miserias, glorias y confusiones que salieron mejor o peor de los atolladeros que les había tocado vivir, como pasa siempre. Como nos pasa a todos.

Hablaba de Europa con pasión, y de galleguismo y de liberalismo. Era un verdadero creyente en sus principios y los planteaba con ilusión contagiosa. Se lamentaba de que en Europa le apreciaban más que en España, y lo creo a pies juntillas, porque los españoles somos tan autocríticos -y sectarios- que no sabemos reconocer a nuestras grandes figuras como lo que son, ni darles en vida la satisfacción de ese reconocimiento y una gratitud a su servicio, como sí se hace en otros países.

Su galleguismo le llevaba a repetir, de vez en cuando, una proclama: que Galicia es la madre de España. Alegaba para justificar esta afirmación, que el batiburrillo (él jamás hubiese usado esta palabra) de reinos medievales se unió en un solo país con la Reina Isabel I de Castilla y el Rey Fernando II de Aragón, ambos de la casa Trastámara, que significa "más allá del Tambre", río que nace en Sobrado y desemboca en la ría entre Muros y Noia. Por eso afirmaba que todo nace en Galicia, la génesis de una España que tantas veces ha sido determinante para la historia del mundo en más y mejores aspectos que los que algunas posturas interesadas se empeñan en hacernos creer.

En política, me dio dos consejos: uno, apoyar al partido, nutrirlo de ideas y hacer crítica siempre desde la lealtad. El otro, llegar a los sitios con puntualidad inglesa y saber marcharse a tiempo y a la francesa, sin que nadie se dé cuenta, sin hacer ruido. Era un hombre generoso y bueno, un buen político, una inteligencia sobresaliente y un caballero en el mejor de los sentidos.

Una de las últimas veces que hablamos me contó sus problemas médicos y me habló de sus ganas de vivir. Ese afán por la vida que sienten las personas de curiosidad ilimitada, que nunca harían algo tan estúpido e incomprensible como aburrirse. Pero la muerte es inevitable y no se para a valorar nuestros deseos, ni nuestras cualidades.

Conocerle, su amistad y cada conversación que mantuvimos fue un privilegio. Le echaremos mucho de menos.