Un saludo, como no, para empezar a desarrollar una nueva columna de opinión, en este caso pasada ya la mitad del mes de julio. Espero que el verano, sea tiempo de solaz o de apurar esos eurillos extra propios de una temporada con más trabajo en algunos sectores, sea de su agrado.

La actualidad, mientras tanto, no ceja en su empeño de venir cargada de temas. Unos más antiguos, con más solera, como algunos muy propios del ámbito de la política, que ya ven sigue su camino de dimes, diretes, gestos y más gestos y pocos hechos que, verdaderamente, resuelvan la vida de la ciudadanía. Y otros más de nuevo cuño. Hoy, si les parece, nos paramos a analizar uno de estos últimos. Y es que se ha hablado largo y tendido, últimamente, y más que se hará, sobre maternidad subrogada. Esa práctica que consiste, literalmente, en alquilar el vientre de una mujer para llevar a cabo el alumbramiento de un nuevo ser, y que es una realidad ya hace años en países como los Estados Unidos.

Miren, ya me he posicionado en el título. Si por mi fuese, yo no iría adelante con ello. Y, para explicar por qué, déjenme que les cuente primero un par de previos. El primero, que entiendo que vivimos, efectivamente, un momento muy malo -crítico, diría yo- en materia de fecundidad y, consecuentemente, demografía. Necesitamos urgentemente tener más hijos, por un lado, e incorporar personas que, provenientes de otras realidades, por otro, puedan cambiar el signo decreciente de nuestros números en materia de población. Los españoles, y particularmente los gallegos, nos morimos. Nos agotamos, por la vía de un lento pero inexorable decaimiento demográfico. Problema que, junto con la mayor concentración de la población y la existencia de amplias zonas casi abandonadas, produce claros efectos adversos en nuestro día a día y en nuestras oportunidades de futuro.

El segundo, que esto no va contra nada ni contra nadie. Mi marido y yo, por razones obvias, somos parte de la legión de parejas estables que no podemos tener hijos dentro de la pareja. Y yo, durante muchos años, tuve la intención de buscar otra alternativa, pero nunca esta. Sí pensé en proponerle a alguna amiga tener un hijo, les confieso, o varios, como proyecto de paternidad-maternidad responsable, pero no de pareja. O el siempre complicado -y más para dos chicos- proceso de adoptar. A nivel internacional, prácticamente imposible. Y la adopción nacional tampoco es demasiado sencilla.

Pero, aún así las cosas, nunca me he planteado la maternidad subrogada como una posibilidad en un futuro. La razón es simple. Y es que ella es, para mí, una forma sibilina de violencia contra la mujer. Y, más concretamente, contra la mujer en situación de pobreza. Contra aquella que, desprovista de otros ingresos, sólo puede poner su cuerpo a disposición del dinero de los otros. Exactamente el mismo caso que la compra-venta de órganos o de sangre, absolutamente prohibidas en nuestro país. Porque, ¿ustedes saben quién iba a dedicarse a esto de engendrar hijos para otros? Pues aquellas personas excluidas o muy en riesgo de exclusión, que tendrían en tal posibilidad una forma de supervivencia, a costa de castigar a su cuerpo con lo que los demás no pueden o no quieren hacer. Una forma de prostitución verdaderamente execrable, desde mi punto de vista. Porque no, el dinero no puede ni debe poder comprarlo todo. Bajo ningún concepto.

Creo que el Estado ha de trabajar por mejorar las oportunidades de todos y de todas, para que así las mujeres que verdaderamente quieran tener hijos, vayan adelante con ello existiendo una igualdad real de oportunidades o, al menos, un cierto umbral de tal igualdad. Esto no es así hoy, y recojo el testigo de lo expresado en el último informe de la OCDE, El ascensor social averiado, que habla de que verdaderamente la pobreza y la riqueza son en España pegajosas: si naces rico o naces pobre, tienes muchísimas posibilidades de quedarte exactamente igual. El "pedigree social" aquí, por encima de otras cuestiones como la valía personal, verdaderamente marca.

Miren, yo veo perfectamente un proyecto de maternidad-paternidad entre un hombre y una mujer que no son pareja y que desean, por lo que sea, tener un hijo juntos. Al fin y al cabo, un cincuenta por ciento de las parejas que hoy formalizan vínculo matrimonial acaban separándose, y en muchos casos existen hijos en común, a menudo utilizados como arma arrojadiza entre ellos. Un hijo o hija como proyecto comprometido, generoso, entregado y cómplice de dos personas, al margen de que no sean pareja, me parece a mí una solución perfecta para los casos, como el mío, en el que no podemos tener hijos dentro de la pareja. Ahora bien, esto parece no satisfacer hoy a casi nadie, más orientado en tener el hijo como producto final, que en el antedicho compromiso. El compromiso hoy no está de moda. Y, por eso, muchos prefieren sacar la cartera y pagar que pensar en otras posibilidades.

Por eso mi posición es meridiana. Hijos fuera de la pareja, como proyecto fruto del compromiso y la reflexión personal, claro que sí. Hijos comprados a una persona reproductora externa, no. Yo no abordaría tal regularización, igual que tampoco lo haría con el tráfico de órganos o la prostitución. ¿Por qué? Por lo antedicho, son formas de violencia de quien ostenta un poder adquisitivo frente a quien no tiene más remedio que plegarse a sus deseos. Formas de violencia, no cabe duda, contra la mujer. Eso lo he pensado siempre y defendido, hoy y hace veinte años, en diferentes foros. Por eso me he congratulado de escuchar hablar a la Vicepresidenta del Gobierno de España en tal tesitura, muy por encima conceptualmente de lo esgrimido por diferentes estamentos políticos en las últimas semanas.

Y ustedes, ¿qué opinan? Ya me contarán...