Amanece. El intenso azul del cielo anuncia un día de verano radiante, todo sol, claridad y brisa. Tras largas horas de insomnio, el paseo marítimo es una gloria. Llego al entorno de la playa del Matadero y me pregunto, como siempre, porqué seguimos llamando de esa forma atroz a un lugar tan bello, que además tiene uno de los nombres más musicales y eufónicos de A Coruña, Berbiriana.

La estatua de una sirena en lo alto de las rocas reina sobre el agua transparente del mar de Galicia y no se sabe si saluda o señala mirando hacia el horizonte. Recoge el testigo de una riquísima tradición oral de sirenas que habitaban las costas atlánticas, como ya lo hizo Urbano Lugrís en sus murales, o Torrente Ballester en Las Sombras recobradas.

Como Mariña, la sirena de la Isla de Sálvora, o A Maruxaina que fue capturada en Cervo y llevada a juicio para determinar si su canto provocaba las tormentas que hundían los barcos o si en realidad solo trataba de avisar a los marineros del peligro. También en Mogor (Marín), en Sober (Lugo), o en las Islas Miranda de la Ría de Ares, donde vivía una sirena solitaria de gran belleza y escamas rosadas y plateadas, a la que le gustaba tomar el sol en Perbes, como a Fraga; o las sirenas de Finisterre, acusadas de provocar los abundantes naufragios hasta que se descubrió que sus cantos podían ser exorcizados con encomiendas a un Santo Cristo concreto, el de la Barba Dourada.

Cientos de relatos de sirenas en Galicia, Cantabria, País Vasco e incluso Extremadura; en Escocia donde su cola es de salmón, e Irlanda donde también hay machos feroces de dientes afilados, o en China donde los avariciosos trataban de capturarlas porque sus lágrimas se convertían en perlas, cosa que estaba muy mal vista porque se las consideraba seres benéficos y maravillosos.

Todas las historias coinciden en la preeminencia de lo femenino, y en el poder de su belleza y su canto. Así que el cristianismo medieval, en su absorción de los mitos ancestrales, tardó cinco minutos en identificarlas como encarnaciones del mal, la lujuria y la perdición de los hombres. Aunque hubo una, Murgen, que fue capturada en Gales, educada y bautizada e incluso figura en almanaques antiguos como "Santa".

Las historias de sirenas suelen estar plagadas de momentos terribles, no solo cuando destruyen barcos y hombres por su supuesta maldad, sino incluso en muchas de las historias de sirenas benéficas. Leyendas llenas de crueles fantasías masculinas de avaricia, dominación y sometimiento de lo femenino. En muchos casos se las amenazaba con la vida de sus hijos, en otros, los hombres se hacían con determinados objetos mágicos con las que las tenían esclavizadas y, cuando los perdían, nada, ni el amor hacia sus hijos, ni a la vida que habían llevado durante años, podía detenerlas, y escapaban inmediatamente para volver al mar.

Según algunas tradiciones clásicas, las sirenas acabaron por perder la capacidad de hechizar, cayeron al océano y muchas se convirtieron en peñas marinas. Una de ellas, Parténope, es considerada la roca madre sobre la que se asienta Nápoles.

Decía Hesíodo que las sirenas habitaban lugares ricos en flores desde donde pudieran avistar naves y puestas de sol. Al pie de la Torre de Hércules, el sol se pone en medio de una bruma anaranjada, abundan flores, naves y peñascos que quizá sean restos de sirenas gallegas, hermanas de la persuasiva Pisínoe, de Teles la perfecta o de Agláope la del bello rostro.

En lo alto de la playa de Berbiriana, una estatua de sirena de formas rotundas y rostro indefinido nos saluda. Tiene la cola enroscada, el pelo recogido, los pechos descubiertos, un brazo en el regazo, el otro alzado. La brisa del mar y las gaviotas generan sonidos sordos y armoniosos. Pareciera que, en cualquier momento, fuera a ponerse a cantar.