Es el nuevo (en realidad reactualizado) truco de cualquier desaprensivo, tarado o astuto, en cualquier ecosistema político: la polarización. Concentrar las preferencias (y finalmente los votos) en torno a dos espacios, a dos partidos, a dos diagnósticos simplificados hasta el chiste, a dos soluciones cuya expresión evite las oraciones subordinadas y las palabras trisílabas. Imponer un código binario en el discurso político. El polarizador construye su propuesta contra el otro, pero vampirizándolo con persistencia y cierta delicadeza. Lo necesita para articular preferencias a su favor, lo necesita como espejo que devuelve una imagen inversa. Y después de conseguir injertar un marco de polarización se pasa al siguiente nivel, con dos formatos básicos: el drama operístico -hay que berrear melodiosamente anunciando una catástrofe desgarradora si no me dejan la batuta- y la futbolización del debate político: esto, amigos, vamos a ganarlo por goleada.

Pablo Casado apuesta, por supuesto, por la polarización. Es decir, por el enfrentamiento con el PSOE, que según la hermeneútica de la nueva derecha, aquí y ahora posmarianista y aznarófila, no es que lo haga todo mal -por supuesto que lo hace todo mal- sino que está loco. Los socialistas -sentencian- están locos. Su mundo no es de este reino, reino borbónico, que quede claro, no república roja y rota. Este neoconservadurismo sostiene que lo peligroso de la izquierda -sea socioliberal, socialdemócrata o comunistoide- no está en su praxis -como sostenía la derecha tradicionalmente- sino en sus mismos ideales, en sus principios ideológicos, que prescinden de la dura complejidad de lo real y se limitan a parasitarse a sí mismos. Casado ha elegido deliberadamente la inmigración para causar un efecto polarizador. Horas después ha matizado ligeramente sus afirmaciones. Porque no se polariza de la noche a la mañana. Hay que insistir poquito a poco hasta controlar la agenda política y obligar al adversario -rápidamente transformable en enemigo, no solo del PP, sino de la democracia y de España, términos mágicamente intercambiables en el casadismo germinal- a definirse frente a nosotros. A arruinarse ante nosotros. La realidad de la inmigración en España -su impacto real en la economía, en el mundo laboral o en la cohesión social del país- es irrelevante. La polarización es más rápida y efectiva si crece y en enraiza en lo afectivo, en lo emocional, en la zona más reptiliana de nuestros encantadores cerebros. En el miedo a lo desconocido, a lo extraño, a lo que hace peligrar mi salario base, mi televisión de plasma, la visita semanal al supermercado y el móvil de segunda mano. Casado es un irresponsable y detrás, intentando no perder resuello, Albert Rivera intenta hacerse un sitio equidistante entre el esqueleto de una patera una patera y la sombra de un cuartel de la guardia civil.

La polarización como renovada técnica de confrontación política no la trajo Casado. Fue un invento del Marx y Engels del empoderamiento popular, Pablo Iglesias e Iñigo Errejón. Los de arriba y los de abajo. El pueblo y la casta. El miedo que cambiará de bando. Ah, qué recuerdos. Cachivaches retóricos que han durado menos que los héroes de Marvel. Ahora el señor Casado tiene toda la legislatura por delante para poner en su sitio a esa izquierda manicomial que es incapaz, incluso, de negociar unos presupuestos generales. Cuestión de unos meses y en la campaña electoral declarará que, seamos sinceros, solo votando al PP frenarás esta invasión de pobres diablos africanos.