Nueva página del verano, que es tanto como decir del año y, por extensión, de nuestra vida. Prometo no empezar hoy jurando en arameo por aquello del calor, aunque ya la forma de decirlo y mis comunicaciones anteriores al respecto les sugerirán que no me gusta ni un ápice. Pero no, hoy voy directo al tema, no sin antes desearles que lleven ustedes la canícula lo mejor que puedan...

Y lo que hoy les voy a contar no es menor, a pesar de que pudiera parecerlo. Primero narraré los hechos y luego les daré mi punto de vista al respecto. Vamos allá...

La cuestión es que ayer estaba yo en mi puesto de fruta predilecto, en el mercado, cuando uno de esos papis turistas pasó, niño en mano. He vivido otros episodios parecidos, con manoseo sistemático de delicadas frutas de toda índole -las que luego me voy a llevar yo- para no comprar absolutamente nada. Pero no, aquí no fue así. Aconteció, en cambio, que el niño agarró una claudia reina -buenísimas están- de la caja que las contenía, y ante la mirada del mayor que le acompañaba, la llevó a la boca y luego la tiró. Quizá estaba dura o quizá el menor -no tendría más de tres años- no disfrutó con su sabor. En cualquier caso, hasta aquí el episodio es bastante normal. Lo que ocurrió después o, mejor dicho, lo que no ocurrió, es lo que me sorprendió.

Porque, literalmente, el adulto vio la fruta, se hizo el despistado y continuó su camino de ida y vuelta por el mercado. No hizo nada. Y sólo mi mirada inquisitiva, con la que se cruzó antes de realizar ese signo tan de la capital de mirar al suelo, ignorándote como si no existieras, fue el testimonio de que la hazaña no había pasado inadvertida. Porque miren, para mí lo ocurrido es grave. No por la ciruela claudia reina, por Dios, sino por el futuro de ese niño.

El mensaje que se le ha enviado, tácitamente, es de que puede ir a donde quiera y hacer lo que le dé la gana. Ese es el principio del botellón guarro, ese que deja plazas, parques, playas y todo lo que se ponga por delante absolutamente hecho una "esterqueira". Es el principio de la conducción agresiva, en la que se pone en peligro y hasta se lastima a aquel que, simplemente, pasaba por allí.

Es también el germen de la violencia de cualquier signo, incluida la específica contra la mujer. Ya saben, usar y tirar. Y, como no, la de la mala praxis en la empresa o de la exacerbada corrupción que ha tocado de muerte en este país a la política. ¿Exagerado? No, en absoluto. Realista.

Porque lo que tendría que haber ocurrido con ese papi y ese niño es dos cosas. La primera, reprender al menor por lo que había hecho, en tanto supone un menoscabo al espacio y lo propio de los demás.

Ha de entender que eso no puede ser así, campando a sus anchas, y que sí, hay reglas. Y, lo segundo, alguna suerte de disculpa a mi frutero. "Perdón, disculpa, cóbramelo, no sé cómo ha podido pasar..." Mi frutero, por supuesto, habría sonreído y habría dicho "No se preocupe, no es nada". Pero nobleza obliga, y no haberlo hecho debería haber tenido consecuencias...

Miren, el mal no tiene cuernos y rabo.

Son las malas actitudes de cada cuál cada día, por error, omisión, mala fe o cualquier otro motivo, las que afean la cotidianeidad. Si no somos conscientes de ello, aprendemos a ponernos en el lugar del otro y obramos en consecuencia, el desastre en la convivencia está servido. Ahora mi frutero ha perdido una claudia reina. Una nimiedad, sin duda, por la que él no se ha molestado en pedir explicaciones. Pero ese no es el tema. Lo grave serán las futuras situaciones en las que el chaval, educado así, tenga entre manos algo mucho más potente, y en las que su sentimiento, actitud y nula capacidad empática sean igual de torpes.

¿Y esto ocurre?, dirán ustedes. Lo estamos viendo y sufriendo a diario, contestaría yo. Y, si no, vean las noticias...