Tengan buen día. Pasado ya el ecuador del verano, seguimos aquí reflexionando sobre una actualidad ciertamente trepidante. Temas locales, otros más en clave de regiones enteras, como el sur de Europa, y muchos otros globales. Porque lo cierto es que una de las características de esta primera parte del siglo XXI es que, hoy más que nunca, los problemas de diferentes partes del mundo se evidencian como iguales.

Y si no, que se lo digan al pobre hombre que murió afectado por Crimea-Congo, la fiebre hemorrágica que ya se había llevado a su primera víctima detectada en España en 2016. Señores, el advenimiento de nuevos patrones climáticos y, asociados a ellos, de comportamiento de determinados vectores de tales enfermedades, no es ninguna broma. Mosquitos (como ahora el asiático y antes el tigre) y otros insectos que amplían su territorio, un mayor movimiento -entre zonas antes inconexas- de un número importante de personas, cambio en las temperaturas medias... Ciertamente, el panorama está movidito en cuanto a este importante ámbito de la sanidad preventiva.

Pero ya hablaremos de eso. Hoy quiero contarles algo, muy incipiente, sobre otra plaga global que nos acecha, y que puede causar -como lo ha hecho otras veces, alguna bien reciente- increíbles y demoledores estragos. Hablo, como no, de la crisis sistémica global, esa plaga que no implica a virus, bacterias o priones, pero que sí está asociada a fenómenos de expansión regidos a veces por dinámicas parecidas. "Activos tóxicos" y otros eufemismos son utilizados a veces para denominar a los causantes de la debacle, pero aquí, queridos amigos, se trata fundamentalmente de codicia. De personas que, por mantener las expectativas de crecimiento de la cartera propia o de la ajena, no dudan en engañar, tergiversar o vender humo. Porque tales "activos tóxicos" son empaquetados de forma que no se pueda conocer su verdadera peligrosidad, por ejemplo en relación a su alta carga de créditos hipotecarios fallidos y que jamás se pagarán. Eso enciende el fuego de la destrucción y la pérdida de confianza global.

Con todo, la economía global no deja de ser hoy un castillo de naipes. Tal confianza, si se pierde en las bases, hará que todo se desplome en tiempos verdaderamente cortos. Y basta a veces un gesto para que el conjunto sufra serias dificultades. No hay, además, ecuaciones diferenciales que puedan asumir toda la carga psicológica y emocional que está en juego en esas situaciones. La consecuencia, pues, es que el resultado es impredecible. Amargamente impredecible. Es, con cierta frecuencia, el caos. Y no les voy a contar nada nuevo si les explico que toda la tecnología presente hoy, que abarata y simplifica notablemente la capacidad operacional en los mercados, se vuelve el elemento más pernicioso cuando vienen mal dadas... Porque un discreto germen de la debacle se evidencia como un auténtico Caballo de Troya, adquiriendo proporciones descomunales, en cuestión de pocas horas.

Alguien me preguntaba ayer, motivando este artículo, por qué pueden seguir sucediendo las crisis, si se han reforzado los sistemas de control a raíz de la vivida hace nada. Yo respondía que, en suma, el elemento siempre presente en su gestación es esa codicia a la que aludía antes. Y que la misma, independientemente de todo lo que se legisle o se ponga en marcha, sigue presente en una importante parte de la sociedad. No en la mayoría, creo yo, porque somos muchos los que aceptaríamos una estabilidad en el desempeño de nuestras profesiones y un sueldo digno. Pero no olviden que esta es una economía global en la que el noventa por ciento de las transacciones son puro humo, y no compran ni venden nada. Solo especulan. Mueven en tiempo récord sus posiciones para arañar céntimos de aquí y de allá, que se convierten en millones debido al alto volumen que manejan. Bueno, que manejan o que, simplemente, reservan y cancelan varios cientos de veces al día, como forma de obtener un valor que, a la postre, no aporta nada. Yo directamente prohibiría el mercado de futuros, al menos parcialmente, al provocar fluctuaciones con consecuencias gravísimas en sectores clave, de los que dependen muchas personas. No olviden que pude ver en Centroamérica, y se lo he contado, fenómenos como el de volverse prohibitivo para las familias humildes el maíz para las tortillas, por la especulación en el mercado de futuros de materias primas. O ya les hablé aquí del algodón, del café o de muchos más insumos...

En fin... Plagas globales y, entre ellas, crisis globales. Una construcción netamente humana y, desde mi punto de vista, mucho más evitable con un rediseño verdaderamente diferente de algunos de los elementos de nuestra economía. Creo en el mercado, sí, pero no todo lo que es llamado mercado hoy está en el núcleo duro de tal actividad. Muchas son adendas, traídas adelante desde ciertas posiciones dominantes, para ganar más. Mucho más. Siempre mucho más... A cualquier precio. Y en eso, naturalmente, no creo.