Tres cosas me interesan del asunto Casado. Una, no comparto en absoluto las ansias justicieras contra nadie y tampoco las desatadas contra el líder del PP; dos, me produce inquietud y rechazo el hecho de que por un asunto menor se pueda juzgar a alguien, a Casado o a quien sea, diez años después de acaecidos los hechos en cuestión.

Sobre las ansias justicieras hemos podido leer insultos graves a Casado con apoyo en una presunción y porque quien insulta sabe que el insultado no puede responder. Ya sé que es conducta habitual en las redes pero su frecuencia no las hace más admisibles. Pero peor que los insultos me parecen las simplezas sobre el asunto en plumas reconocidas. Es una necedad, aunque se vista de axioma moral y principio político democrático, afirmar con suficiencia que Casado es indigno de representar a los ciudadanos con independencia de lo que sentencie el TS. Como lo es asegurar que quien prevaricó o se aprovechó de su posición una vez lo hará en otras ocasiones y que quien mintió una vez ya no merece crédito o que quien ocultó datos una vez queda incapacitado para el desempeño de la política. Esas simplezas y otras semejantes no son sino manifestación de un ánimo inquisidor que no tiene inconveniente en arrasar futuros profesionales prometedores por un pecado de juventud, como antes se decía. Porque el afectado, 37 años, se dejó querer allá por el 2008 y obtuvo un título por cursar un máster con más facilidades que el resto de los alumnos no merece más que el reproche y la expulsión de la vida pública. Esa indignidad, si no crimen, le acompañará mientras viva como un apestado. ¡Para que aprenda! y ahora que pase el siguiente para solaz del respetable y alegrón de la oposición.

La segunda cuestión, entre la política judicial y la normativa procesal y penal, me parece aún más grave. Los hechos afectan a un máster sin valor profesional, que no es un requisito laboral y que para nada habilita a quienes obtuvieron el título. No se trata de una concesión de obra o servicio público valorado en millones de euros ni de una subvención de cientos de miles ni de un empleo. No hay concurrencia competitiva como sucede en las oposiciones en las que cien o mil concursantes compiten por diez o cuarenta plazas de manera que favorecer a uno de ellos otorgándole una plaza perjudica a otro con más méritos que queda sin ella. En el máster como en cualquier examen no se compite por un número cerrado de aprobados. Los alumnos no beneficiados con las facilidades dadas por el profesor cumplieron con las tareas exigidas en el programa aceptadas al matricularse. Las facilidades las dio el profesor a su criterio y sin que nadie se las pidiera. Él deberá responder por qué obró así y demostrar, digo demostrar, a cambio de qué recompensa dispensó del trabajo o el examen a algunos alumnos. El crimen de los alumnos fue, evidentemente, aprovecharse de la dispensa, ¿quién no lo hace en la universidad? El del profesor que dirige un máster por el que se cobra es, ya dirán los jueces, de distinta naturaleza. Pues bien, que estos sean el texto y el contexto de unos hechos de 2008, rebuscados y encontrados, que se juzgan en 2018 en medio de una escandalera política bien promovida y jaleada por la oposición, a mí me resulta contrario a la seguridad jurídica y demostración palmaria de que algo no funciona ni medio bien en la administración de justicia ni está bien abordado en las normas procesales y penales.

Y tres, ni conozco ni tengo nada que ver con Casado, mi apuesta era Santamaría.