Un año después de la barbarie yihadista, Barcelona se declaró de manera enfática "ciudad de paz", eslogan un tanto descafeinado habida cuenta de que no se conoce ciudad alguna en el mundo digamos civilizado que reclame ser de guerra. Pero por la tarde, el presidente de la Generalitat, el señor Torra, dejó las cosas más claras al arengar a los suyos llamándoles a atacar al Estado español. Caramba con la paz. Y caramba con las costumbres; se daba por supuesto que la corrección política, presente durante casi todo el acto matinal de homenaje a las víctimas del 17-A, no permite semejantes alegrías bélicas.

Por suerte, el Gobierno del reino no tardó ni veinticuatro horas en reaccionar. Y lo hizo por boca de Carmen Calvo, ministra de tres cosas y, a la vez, vicepresidenta de Pedro Sánchez, negando la mayor. No; animar a los fieles a que saquen las armas contra el Estado no supone de hecho atacarlo. Y aprovechó la oportunidad para señalar dónde queda el verdadero peligro: en la actitud de la oposición, tan tendenciosa y dañina que ha entendido que Torra iba en serio al decir lo del ataque.

La señora Calvo es doctora en Derecho Constitucional pero exhibe modos de profesora de metafísica. La razón filosófica, no le falta: pedir que se ataque a quien sea, el vecino, el cartero o el Estado, no es de hecho hacerlo, igual que declarar la intención de ponerse a régimen no implica por desgracia perder ni cien gramos de peso. Pero si se aplica la misma receta, resulta entonces que los imanes que llaman a la guerra santa son angelitos inofensivos que no han hecho nada. Quizá fuera por eso que, en la mañana del día diecisiete a agosto de este año, nadie hablase en la tribuna del homenaje de la barcelonesa plaza de Cataluña de los terroristas ni de la guerra santa. Y de ahí que tengamos que agradecer al presidente Torra que nos recordara de qué va el asunto. Va de atacar al Estado aprovechando que éste mira para otra parte en la esperanza de que pueda seguir unas semanas más en los despachos sin necesidad de convocar elecciones.

¿Y cómo atacarán Torra y sus muchachos? Bueno; eso ya se sabe. La calle es suya, TV3 también y del Parlament de Barcelona, ni digamos. De hecho, no se entiende demasiado la necesidad de la arenga porque atacar es algo que el catalanismo convertido a la guerra santa lleva haciendo desde que a Pujol lo acusaron de robar. Basta con poner en marcha el protocolo diseñado por ese mismo Pujol cuando era honorable y quizá en previsión de tener que buscar amparo. Pero es poco probable que ni el exhonorable ni sus sucesores pensasen que, ante el desafío, en la Moncloa optarían por echar balones fuera. Oiga; eso no vale. Cuando a uno le atacan no se trata de entrar en disquisiciones ontológicas acerca de si cabe hablar de afrenta, golpe o insulto. Porque se comienza por ahí y se llega muy pronto a Gila llamando por teléfono al enemigo y pidiéndole que se ponga.