El Código Civil es, junto con la Constitución, la norma de normas. Ahí están las propias fuentes del Derecho y casi todo lo importante: el nacimiento y la muerte, padres, matrimonio, hijos, la nacionalidad, la tierra, el agua y hasta las abejas que vuelan en fundo ajeno? En el Código Civil está la vida misma y sobre él se alzan las demás leyes y normas. Es tan importante que sirve para interpretarlas y completarlas a todas, y cualquier especialista de cualquier rama del Derecho deberá serlo siempre también en Civil o no podrá hacer su trabajo. Así de importante es.

A principios de agosto, el Gobierno ha modificado una pequeña parte del Código Civil por real decreto-ley. Algo que jamás había sucedido en democracia, lo que ha disparado no pocas alarmas y con buenos motivos.

Un real decreto-ley es una excepción, una norma con rango de Ley que dicta el Gobierno sin pasar antes por el Congreso. Se puede hacer solo en casos extraordinariamente urgentes, cuando esperar por la forma normal de aprobar una ley causaría gravísimos e irreparables daños. Pero, incluso en esa situación extrema, nunca podrá afectar a los derechos y libertades fundamentales. Porque también en la excepcionalidad hay límites.

Fuera de estos casos, el presidente del Gobierno y sus ministros no pueden emitir leyes porque ellos son, como su nombre indica, el Ejecutivo y su trabajo no es dictar la ley sino ejecutarla. No se trata de un formalismo caprichoso, sino de un mecanismo pensado para protegernos de la dictadura: la separación de poderes.

Dividimos el poder del Estado para que sea menos peligroso para la gente. Lo dividimos en tres partes -Legislativo, Ejecutivo y Judicial- y las regulamos férreamente para protegernos del abuso del poder, la represión y la muerte. Cada uno de los poderes puede hacer sólo lo que tiene encomendado y limita a los otros dos. Un sistema de equilibrios para que nadie se pase de la raya que, la verdad sea dicha, podríamos cuidar más.

El Real Decreto-Ley 9/2018 de 3 de agosto modifica el Código Civil. Es un cambio pequeño enmarcado en la lucha contra la violencia de género, pero que vulnera gravemente la Constitución y la separación de poderes, y afecta a derechos fundamentales al modificar la patria potestad y capacidad de obrar de las personas.

El Gobierno de Sánchez está batiendo récords a la hora de desdecirse con sus actos en todo lo manifestado hasta la fecha. Pero esto en concreto es mucho más que una mera contradicción. No solo es regular a golpe de decreto-ley, sino hacerlo muy fuera del tiesto.

Que lo hayan hecho, además, en la primera semana de agosto y en la Disposición Final Segunda de una norma de un único artículo, da fe de que lo saben -por supuesto que lo saben- y de un cierto afán infantil de que no nos demos demasiada cuenta de este peligrosísimo precedente.

La misma norma contiene otros aspectos muy criticables, pero no quisiera desviarme de lo esencial. Si Pedro Sánchez tiene prisa por trasladar mediáticamente sus mensajes, o si considera que el poder ejecutivo no es suficiente para él, no puede coger atajos, ni hacer trucos de salón con los mecanismos esenciales del Estado. Ni la ambición, ni las prisas, ni siquiera una causa loable deben interferir en esto. Y el hecho de que sea una cuestión compleja, de las que no saltan a la vista a la primera, no puede callarnos. Esta práctica provoca en cualquier demócrata el más absoluto de los rechazos y la necesidad de clamar con contundencia que así no se hacen las cosas. Que es intolerable. Que cuando se pretenda otorgar leyes o tocar derechos fundamentales solo hay una forma de hacerlo: hacerlo bien.